Por Leticia Soberón Mainero
Psicóloga
Roma, Julio 2011
Foto: Anzor
Aunque muchos señalan la cultura del entretenimiento actual como muy violenta (cine, televisión, videojuegos…), quizá no lo sea más que la cultura romana del «pan y circo», la medieval de las ejecuciones en la plaza o la cultura azteca de los sacrificios humanos. Digamos que la violencia como espectáculo no la hemos inventado nosotros.
Pero aún así es digna de análisis la noticia de que la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos anuló a finales de junio pasado una ley de California que prohibía la venta o alquiler de videojuegos extremadamente violentos a menores de edad, por considerarla inconstitucional. El fallo, resultado de una reclamación presentada por la Entertainment Merchants Association, señalaba que el Poder Legislativo no puede aprobar legislaciones que limiten la libertad de expresión.
El estado de California había aprobado en 2005 una ley que impedía la venta o alquiler de videojuegos muy violentos a los menores de 18 años. Exigía además una etiqueta de advertencia en los paquetes de venta, junto a la tarjeta normal de calificaciones conocida en inglés como ESRB (Junta de Clasificación de Programas de Entretenimiento). Quienes defendían la ley californiana alegaban que los videojuegos en extremo violentos pueden dañar a los niños, mientras los adversarios de la ley esgrimieron lo consignado en la Primera Enmienda y tacharon a los otros de conservadores.
El sector de los videojuegos es una de las más lucrativas industrias del entretenimiento. Así pues, era muy alta la cifra que los productores podían perder en California. Las ventas mundiales de software de videojuegos alcanzó unos 18.000 millones de dólares en 2007 (PCWorld, enero de 2008). Su uso es casi universal entre los niños de los países más desarrollados y muy extendido en los que se encuentran en vías de desarrollo. Datos recogidos por la investigación «Generaciones interactivas», realizada en varios paíes de América Latina, además de España, señalan que un alto porcentaje de los niños y niñas que usan Internet y juegan en ella (hasta un 60%), lo hace a solas. Y a pesar del enorme impacto de los videojuegos en la cultura juvenil, no hay suficiente investigación disponible en esta área. Los productores defienden su calidad de arte –como el cine o la fotografía– y aseguran que los estudios psicológicos no han encontrado relación significativa entre la exposición a videojuegos violentos y la agresividad infantil, o al menos no más que si se exponen a otros medios. Pero… ¿basta que los niños no sean (más) violentos para que los adultos nos quedemos tranquilos, dejándolos a solas con esa forma extrema de diversión?
En el contexto de una crisis de alcance planetario como la que vivimos, y en cuya raíz se señala con unanimidad un enorme déficit ético, habría que preguntarse si vamos por buen camino en la formación de niños y jóvenes. Hasta los más pragmáticos analistas se han asustado de ver el resultado de una gestión financiera guiada únicamente por la conveniencia individual y la avaricia, con total indiferencia hacia los millones de personas que podían sufrir, como ha sucedido, la pérdida de una estabilidad mínima para desarrollar su vida. Estas actitudes no son directamente violentas, pero sí gravemente carentes no sólo de sentido de justicia, sino de la más elemental empatía, que es el germen de la preocupación ética por los propios semejantes. El cultivo de unas actitudes empáticas y solidarias, dialogantes y abiertas al otro, son urgentes en la sociedad de hoy y de mañana y en toda convivencia social civilizada. Deberían favorecerse con decisión en la vida de niños y jóvenes a todos los niveles: familiar, escolar, institucional, mediático.
Qué duda cabe que hay videojuegos espléndidos en su diseño y que pueden alcanzar la categoría de arte. Pero ojalá que se multipliquen y defiendan los que favorecen la creatividad, la solución de problemas y la construcción de realidades, más que la destrucción de seres humanos. Aunque éstos sean digitales.