Por Josep M. Forcada Casanovas
Médico
Barcelona, febrero 2012
Foto: Creative Commons
Con ironía, pero con energía, al hablarle del tema de la vejez, una persona de ochenta años me recriminaba: «Yo no soy vieja y mi marido tampoco». Respondía al común rechazo de la palabra «viejo». Por ello se han encontrado tantas metáforas como imaginación tenemos: tercera o cuarta edad, ancianidad, gente mayor… Da lo mismo. Tenemos el lastre de no aceptar plenamente los años con las consecuentes lacras y hacemos todo lo que podemos para disimular que nos acercamos al momento de la muerte, es decir, de irnos de este mundo. Por otra parte, no queremos ser viejos para que no nos arranquen la dignidad, que es el resultado de poder seguir manteniendo las formas familiares o sociales, aunque legalmente te vayan encarrilando hacia un fondo de saco: no tener trabajo remunerado, aunque tengas una jubilación, si es que la puedes tener, aunque te impidan hacer cosas si te fallan órganos como el de la vista o del oído, o no tienes la agilidad suficiente, y entonces se hace un elenco de cosas que puedes llegar a hacer o que te dejan hacer. A esto último me resisto a llamarle envejecimiento activo. Al menos no es del todo eso. Para mí es activo cuando la actitud personal de emprender la vida hace que seas capaz de poner todo tu ser en ello. No amortiguas tu existencia, ni te refugias en actitudes residuales, es decir, aunque no pueda hacer lo que hacía, haré esto otro. Desgraciadamente, cuando se pierde la libertad queda bloqueada la posibilidad de ser activos.
Hagamos un paréntesis antes de continuar. Hay circunstancias propias de la salud que tergiversan las capacidades intelectuales y físicas que limitan la actividad. Hay en todas las edades, pero también hay muchas que surgen a partir de unos años y se acentúan con el tiempo. Pero, entre las posibilidades, con apoyo médico, con ayudas especializadas, se debe conseguir al máximo la dignificación de la actividad de las personas. Repito, a cualquier edad, aunque incida la enfermedad, los accidentes u otras adversidades denominadas invalidantes. Con la autonomía física y psíquica no se puede jugar. Sí que se debe dar apoyo, promover y ayudar a sacar partido de ello. Esto distingue a una sociedad que cuida de sus ciudadanos, que está atenta y se preocupa de ellos, porque los sabe cuidar con los mejores recursos. Hay países y culturas que resuelven estos casos arrinconando a los ciudadanos. Es una mala política olvidarse de la dignidad de los débiles. Cierro el paréntesis.
Conscientes del propio presente
Activos, pero conscientes del presente que vives. La persona que está en el paro, puede estar activa o puede estar pasiva. La pasividad es una «enfermedad» del ser, que hace de la vida un sufrir, es decir, eres paciente de tu desdicha. Es tan grave esta «enfermedad» que te invalida para mirar a tu alrededor. Sólo eres capaz de mirarte a ti mismo y que los demás te miren con extraña compasión, es decir, reconociendo tus debilidades pero provocando un distanciamiento extraño.
Activo no se debe entender como aquel que es un movedizo extemporáneo que molesta por activa y por pasiva por la sencilla razón de no saber estar en su lugar.
Una de las frases que se le atribuyen a Azorín –quién sabe si es de él o no– es ésta: «Es viejo aquel que no tiene curiosidad». Esto tiene relación con el término activo. La sana curiosidad, que no es la chafardería, te lleva a mirar a tu entorno y especialmente hacia delante. Es decir, a salir de uno mismo para ver dónde estás, con quién estás, qué haces y qué hacen los demás. El fisgón es obsesivo e interfiere, a menudo, haciendo daño. Curiosidad para indagar adelantos de todo tipo, para disfrutarlos, para implicarte, para integrarte en proyectos. La única condición para que las actividades en las que te impliques sean exitosas es que esta curiosidad te haga sentir solidario con lo que te atrae.
A muchos les parece que la actividad voluntaria es gastar las sobras de su tiempo, pero no es así. Estar activos disfrutando de tu capacidad de poner en acto todo lo que podría permanecer en el mundo de las ideas o de los sueños. El actor actúa y hace presente un hecho que puede ser un sueño o una realidad. Pero con su capacidad de recreación acerca este hecho al espectador y le hace vivir en un presente que le atrae y le conmueve. La actualidad es atractiva o se debe hacer atractiva y posibilista.
El pensador José L. Aranguren, en unas Jornadas que celebró el Ámbito de Investigación y Difusión María Corral sobre «La ancianidad, nueva etapa creadora», hablaba de la vida como un continuum. Él, que trabajó incansablemente, tuvo que dejar una cátedra de Ética estable y bien remunerada en la Universidad de Madrid. Tuvo que irse a diversas universidades americanas, entre otras a Berkeley, en un exilio intelectual, pero no dejó nunca de sentir en su vida que había un hilo conductor que no se rompía. La coherencia del ayer, unida al hoy y al mañana, fortalece tus posibilidades de ser lo que eres sin miedo ni nostalgias. Estas son dos «enfermedades del ser».
Miedos
Miedo a ser quien eres. ¿Es que antes eras otro? ¿Tienes miedo a que te conozcan ahora, quizás más limitado y con más lacras? ¿Miedo a que noten algunas debilidades que antes disimulabas? ¿Miedo al fracaso? ¿Te crees que siempre tienes que ser ganador? ¿Miedo a que no descubras tu papel de futuro? No sirven los pronósticos que uno se hace como si se tratara de una adivina. ¿Miedo a ser malentendido? ¿Miedo a quedarte solo ante un proyecto? Todo emprendedor conoce estas preguntas y muchas respuestas más. Esto vale para cualquier edad. Interviene también un factor fundamental: la pereza. En muchos momentos es necesaria. ¿Quién no la ha tenido? Lo interesante de la pereza, como el beber o el fumar, es no ser esclavo de ella. Expulsarse la pereza, permitidme que la califique de «intelectual», que es aquella que justifica la acción de no hacer nada, la que reprime los sentimientos, la que anula la inteligencia y atonta la voluntad, y que no tiene nada que ver con la pereza que es consecuencia de haber ido a dormir tarde.
Nostalgias
En lo referente a la nostalgia del pasado, es decir, querer revivir lo que pasaste o dices que viviste, normalmente muy endulzado, te hace desfigurar lo que fueron realmente las cosas y cómo fueron, las estropeas en tu pensamiento y te llegas a creer una nueva versión de ellas. Unas cosas que no existían, no existen ni existirán, precisamente porque las circunstancias de hoy son diferentes y cada día lo serán más. Esta, digamos también «enfermedad del ser», de creerte cosas que hoy ya no son y quieres que sean, fuerzan tu realidad existencial. Aunque seguramente podían ser buenas, hoy ya no sirven. Las personas activas, adaptadas a la realidad, no pierden el tiempo ni se obstinan en peinar pelucas blancas de tirabuzones ni querer ir por la calle con carruajes de caballos.
Activos hasta el final
Activos porque después de contemplar, pensar, rezar en un tiempo de paz interior se puede hacer todo lo fundamental, pero con sentido, con contenido; lo superfluo o lo accidental cae como una hoja de árbol seco. Es un deber no dejar que la vida se seque por el paso de los años. Cuando esto pase, porque no somos eternos, se nos apagarán las fuerzas, entonces seguramente pasaremos al estadio de la enfermedad, tal como reseñaba en el «paréntesis». Tampoco debemos tener miedo. Seguro que muchos cuidarán de nosotros. Al menos, que nos queden fuerzas para agradecerles lo que hagan por nosotros. Debemos entender que la vela –la vida–, a veces se apaga con un leve soplo, otras veces cuesta más, pero esto es ley de vida, aunque a muchos les sea difícil de aceptar. Si queda un pequeño aliento de juicio y de tocar de pies al suelo, también debemos poder decir: bienvenida muerte, sé que estás, no te tengo miedo, al menos, porque tengo curiosidad de llegar hasta ti y seguro que encontraré lo que había esperado desde lo que pienso y creo.