Por Marta Burguet Arfelis
Doctora en pedagogía
Barcelona, noviembre 2012
Foto: www.ventdcabylia.com
Este año quedamos boquiabiertos ante las imágenes del planeta Marte cuando el explorador Curiosity aterrizaba el pasado mes de agosto en el planeta rojo. Si no fuera por la grabación de aquel hecho, poca habría sido la receptividad de aquel hecho entre la ciudadanía. Si logró tanta aceptación fue gracias a la imagen, ¡el poder de la imagen! Imaginémonos por unos instantes la llegada a Marte sin que hubiese quedado grabada en ningún tipo de soporte. En pleno siglo XXI seguro que no habría sido creíble. Para que un hecho sea creíble tiene que pasar por algún tipo de grabación, sea video, fotografía, sonido… Lo que hace años, o más bien siglos, era validado como cierto sólo por la tradición oral del hecho o por documentación escrita que algún testigo pudiera dejar, hoy día, y más si se trata de acontecimientos que pretendemos calificar como “científicos”, deben tener algún tipo de registro gráfico que los avale.
La perplejidad de la grabación llega cuando en el ámbito familiar, laboral o ciudadano, en las vivencias y convivencias caseras, parece que todo aquello que no queda registrado, no ha ocurrido. Cuando alguien regresa de un viaje, lo que gráficamente no ha captado en su cámara o móvil, lo que no ha digitalizado, podemos casi afirmar que no ha sucedido. Si queremos explicar lo que hemos vivido en un viaje lo hacemos con el apoyo gráfico. Y si no contamos con ese apoyo, ya no sólo los hechos no resultan bastante creíbles a ojos externos, sino que llegamos a no recordarlos suficientemente, a hacer memoria de lo que hemos vivido ayudados por la grabación que nos acompaña, reviviéndolo. De este modo, la grabación es necesaria para que un hecho adquiera la categoría de “auténtico”. Podemos explicar que caminamos por la Muralla china, pero si no tenemos un documento gráfico, no será muy creíble. Tal es la obsesión de la grabación, que cuando estamos con alguien memorable o en un lugar nuevo, sea placentero o inverosímil, lo primero que pensamos es hacer una fotografía o un vídeo, casi antes de maravillarnos con nuestros propios sentidos: con una mirada contemplativa, con el tacto de la textura del paisaje urbano o rural, con el olor que desprende aquel lugar que impregna nuestra sensibilidad, con el gusto que podemos llegar a paladear o desde los sonidos que el oído puede alcanzar.
El nivel de confianza en nuestras grabaciones naturales a través de los cinco sentidos ha menguado considerablemente, en beneficio de nuestra confianza en la grabación externa. La memoria del pendrive amplia infinitivamente la capacidad de retener en nuestra mente tantos y tantos hechos y conocimientos que sería imposible recordar. Una vez más entendemos el límite humano, tan evidente y a la vez tan temido.
Al final, las grabaciones naturales como la retina o las papilas gustativas se amplían con instrumentos externos, pero lo que también es necesario que tengamos presente es que estos registros son insustituibles, al menos en estos momentos. El aroma del tomillo, la rugosidad de la piedra tallada o el escollo de la arena, el efecto mojado del agua, el sabor de un buen cocido casero, son algunos de los efectos que necesitan los sentidos humanos para ampliar los registros gráficos, la manía de la grabación de los cuales, a veces, apaga el disfrute del resto.
Al final, también pasa todo aquello –mucho– que afortunadamente no tenemos registro, ni percibido por los sentidos humanos ni por los instrumentos externos creados. Ojalá también se nos haga creíble. Si no, ¡cuántas olas que acarician y se pelean con las rocas costeras, sin grabación! ¡Cuántos suspiros y deleites en la oscuridad y la soledad de una vida, sin documentación! Afortunadamente, la vida va más allá de cualquier grabación. También en pleno siglo XXI. Transcurre en el anonimato y desde el anonimato.