Por Natàlia Plá Vidal
Doctora en Filosofía
Barcelona, junio 2012
Foto: M. Hossain
«Una solidaridad de sobriedad produciría una solidaridad de felicidad.» Ésta es la afirmación que hace un tiempo escuché de Maximiliano Herraiz, profesor conciso y directo en sus enseñanzas; ocupado en clarificar, sin alharacas, cuestiones que pudieran tacharse de etéreas y que él enmarca con naturalidad y solvencia en la experiencia cotidiana.
Hay expresiones cuya belleza produce una rotunda impresión de veracidad. Difícil saber si es su belleza o su verdad desnuda de argumentación, lo que constituye la fuerza atrayente que te devuelve a ella una y otra vez. El deseo de compartir su impactante sentido con otros motiva a intentar convertir en reflexión argumentativa lo que intuitivamente has percibido en su hermosura.
La sobriedad remite a la templanza y la moderación, a la carencia de adornos superfluos. No es contraria al disfrute, sino al exceso. Se aviene con la mesura y, en el fondo, eso favorece el buen paladar.
Para qué decir a estas alturas que son tiempos difíciles… Prácticamente imposible sustraerse al entorno que la crisis, los recortes, el paro, las subidas van diseñando. Aún y resistiéndonos a ello, tomamos consciencia que ésta es una situación complicada, de difícil gestión y delicadas implicaciones para gran parte de la población. Posicionarse tampoco es sencillo: ¿redundar en lo malo acentuando la falta de esperanza vestida de inevitabilidad?, ¿obviar la realidad pretendiendo que pase como un mal sueño que todos olvidaremos pronto?, ¿o, como muchos intentamos, asumir lo que está siendo pero conscientes que la capacidad de respuesta del ser humano, más allá de la lógica del mercado que necio confunde valor y precio, es mucho más imprevisible —tanto en positivo como en negativo, claro está— de lo que algunos quieren admitir?
En este contexto, recuperar la afirmación de Herraiz da mucho que pensar: «Una solidaridad de sobriedad produciría una solidaridad de felicidad». Hablar de sobriedad, de austeridad en este momento no tiene que ver con resignarse a la pobreza que comienza a entrar en hogares de los que parecía haberse alejado décadas atrás. Como afirma A. Gabilondo, «la pobreza es un mal. La austeridad, no.» Por eso a la pobreza hay que combatirla, mientras que «…no se trata de ser austero sólo en épocas de dificultad. No es una simple estrategia ni un mero instrumento. Es un modo de ser y de vivir que se hace singularmente elocuente cuando es posible no serlo.»
Haber dejado atrás cierta austeridad para abandonarse a la pendiente del consumismo es parte de lo que ha contribuido a llevarnos a la situación en la que nos encontramos. La sobriedad no renuncia a consumir lo necesario, incluso algo más en el margen de gusto y hasta capricho que también forma parte de la vida humana. Pero tiene un modo de relacionarse respetuoso con las cosas y los servicios: saber usar sin abusar, gastar sin derrochar, consumir sin desperdiciar. Hay que salir de la trampa demagógica que lleva a creer que el consumidor lo es en el ejercicio de su libertad, y que el mercado lo que hace es responder a sus necesidades y deseos. Como denuncia esa mente lúcida que es José Luis Sampedro, «el mercado es el gran corruptor. De cosas y de valores.» Al menos, este mercado que ha llevado a excluir cada vez a más miembros de la sociedad.
Seguramente, una economía de mercado no tiene por qué ser intrínsecamente mala ni buena. Lo será según los principios y valores que lo guíen y ésos se dan en encarnadura humana, como no puede ser de otro modo. Los principios liberales de respeto a la libertad del individuo no tienen por qué vincularse en exclusiva a la economía capitalista que ha derivado en esa entelequia que es la economía financiera. Que las personas concretas queden sin hogar, sin comida y sin cobertura sanitaria por culpa de un mercado financiero que es el imperio de la abstracción, es incomprensible para quienes no entendemos nada de esa economía. Sonará simplista, lo sé. Pero a veces pienso que nos iría mucho mejor si la economía recuperara su sentido etimológico inicial y volviera a funcionar como la gestión de los recursos que existen en bien de las personas que habitan el hogar del que se cuida.
No sé qué medidas concretas hay que tomar para enfrentar solventemente esta crisis; desearía que quienes sí tienen los conocimientos técnicos adecuados tuvieran además la altura humana para hacer lo conveniente. Pero sí sé que en el «sálvese quien pueda» que se inhibe de la situación de sus congéneres, habrá demasiadas víctimas. Hace mucho, demasiado, que hay víctimas. Sólo que hasta ahora nos quedaban lejos. Lástima no haber escuchado los clamores que llegaban de las tierras olvidadas del mundo y que nos avisaban que algo en este sistema estaba mal, muy mal colocado. Un sistema que se sostiene sobre millones de desheredados en otros continentes tiene en sí el germen del no respeto por la dignidad humana. Y eso termina salpicando a todos.
Queremos salvaguardar la libertad. Pero, de nuevo con Sampedro, «la libertad no es un bien que pueda gozar el hombre, sino los hombres. La libertad del hombre es también un producto social; cuando no la tienen todos no la tiene nadie». Y queremos salvaguardar un nivel de vida. No hay que parar las máquinas del consumo, de acuerdo. Pero hay que hacerlo razonable, sobrio y solidario. En bien de una solidaridad de felicidad.