Por Gemma Manau Munsó
Colaboradora del Ámbito María Corral
Oporto, diciembre 2013
Foto: http://cort.as/7SlE
Hace tiempo que colaboro con una entidad de ocio para jóvenes. Algunos de ellos ya hace años que participan y con el tiempo han ido desarrollando un cierto sentimiento de pertenencia. Se sienten grupo.
Me gusta ver como poco a poco, cada uno de ellos busca su sitio, va desplegando su vocación, madura, aprende, va asumiendo responsabilidades. Afrontan nuevos retos e intentan también asumir algún fracaso u otro. Procuran acoger a los recién llegados y, por encima de todo, desean establecer vínculos de amistad que rompan el aislamiento al que tantas veces nuestra sociedad nos aboca.
El diálogo no siempre es fácil, a veces me siento existencialmente lejos de sus experiencias, pero al mismo tiempo los mismos jóvenes reconocen que para ellos es importante tener un referente adulto.
Éste es quizás el reto más grande que tenemos: saber ser un referente para los jóvenes.
¡Saber en qué y cómo! Y, probablemente, tan importante será saber una cosa como la otra. No lo podemos ser en todo y, por lo tanto, tendremos que priorizar algunas cosas.
Pero…, ¿cómo serlo? ¡Si ya era difícil responder en qué, aún lo será más explicar el cómo! Ahora bien, lo que sí sé, es que será necesario que haya una coherencia entre lo que decimos, cómo lo decimos y nuestro hacer concreto.
No hace mucho, hablando de una actividad que debía hacerse pero que a los jóvenes les costaba, uno de ellos me dijo claramente que lo hacían porque yo (con alguna insistencia) se lo proponía. En un primer momento, y bajo el impacto de su franca sinceridad, solo conseguí decir que agradecía el respeto que me tenían. Quizás incluso lo hagan por estima, ¡quién sabe! Sea como sea constaté una vez más que los adultos podemos llegar a tener, y de hecho tenemos, un cierto ascendente en los jóvenes.
Pero volviendo a la conversación anterior, posteriormente intenté esgrimir algunos argumentos para defenderlo y aportar criterios de fondo. Parecía que lo entendían… pasados ??unos días y retornando sobre el mismo tema descubrí que más que convencidos habían salido vencidos por unos argumentos que entendían pero que no compartían. Lo pasaban por la razón, y les parecía lógico, pero seguía sin entusiasmarles.
Otra vez me venía a la memoria el ascendente que podemos tener en ellos. Me planteaba ¿qué hacer? ¿Aprovechar este hecho para tratar de inculcarles algunos criterios a pesar de ver que, hoy por hoy, no los compartían? Realmente, ¿los argumentos que les podía aportar serían verdaderamente significativos para ellos? Me parecía un ejercicio un poco inútil, aunque siempre nos queda la esperanza de que conserven algo. Nos parece que dentro de unos años lo entenderán mejor y verán que era bueno.
Pero, ¿no sería mejor que puedan hacer cosas que entiendan ahora, que sientan que les son útiles y que responden a su realidad actual y concreta?
Aquel joven, con su afirmación, me despertó un gran interrogante: ¿cómo educar la libertad de aquellos jóvenes? ¿Cómo acompañarles a atreverse a ser libres, a pensar por sí mismos y a preguntarse qué quieren en esta vida? ¿Cómo proporcionarles un entorno que les dé suficiente seguridad para atreverse a ser creativos y a emprender nuevos proyectos sin que los adultos seamos sobreprotectores, o les infantilizamos facilitándoles todo e impidiendo que asuman sus responsabilidades?
Parecía más fácil y segura la vía del «ascendente», de delimitarles claramente el camino. Incluso parece que nos hace sentir más útiles a nosotros, los adultos, pero, en cambio, me parece mucho más provechosa la vía de la libertad. Quizás es más arriesgada, pero probablemente podrán crecer más plenamente como personas. Eso sí, a ellos les faltará saber que nosotros estamos, que estamos como aquella red de los equilibristas que les recoge en el caso de que se caigan. Quizás les podemos mostrar un camino u otro, pero en definitiva son ellos los que tienen que caminar, aunque sea por la cuerda floja.