Por Marta Burguet Arfelis
Doctora en pedagogía
Barcelona, septiembre 2013
Foto: patatabrava.com
A menudo, al explicar en el aula la experiencia del pedagogo de Summerhill, Nelly, termino la clase con la pregunta: «¿Qué harías si te dijeran que hoy es el último día de tu vida?». Cuando planteo esta pregunta, planea aquel deseado y tan poco frecuente silencio entre los cerca de setenta estudiantes que quieren formarse como maestros.
En esta asignatura les presentamos los pedagogos del último siglo XXI, invitando a conocer los estilos pedagógicos que impulsaron y que a menudo fueron innovadores en su contexto histórico. Si unos priorizan educar a través del juego, otros apuestan por el desarrollo de la creatividad infantil, y Neill hace una clara opción –bastante comprometida– de educar en plena libertad y autonomía a las palabras. Tanto es así que en su entorno de Summerhill ningún niño/a no está obligado a asistir a clase, todos tienen el mismo derecho y deber de participar en las decisiones escolares con el peso de su voto, idéntico al de cualquier profesor y del mismo director del centro. Neill explica que lo hace para educar personas felices, que esto se convierte en el último objetivo de su proyecto educativo, convencido como está que quien es feliz aprende aquello que desea con entusiasmo y de manera natural, sin forzar ningún proceso.
Este es el motivo de la pregunta inicial al acabar de presentar el pedagogo de Summerhill, pregunta que deja a los futuros maestros impresionados y, a veces, sacudidos. La idea es invitarles a pensar qué respondería un alumno formado en Summerhill: «haría lo mismo que hago cada día».
Detrás de esta afirmación hay personas reconciliadas con su propia vida, sedientas en sus anhelos y deseos, serenas y en paz con lo que han vivido, con las personas con las que han compartido, con los sobresaltos que las han herido, con los callejones sin salida que han provocado, y con el padre y madre que les han engendrado.
Seguro que poder decir que «haría lo mismo que hago cada día» al saber que transcurren las últimas horas de la vida, podría sintonizar perfectamente con la expresión «Me gusta la vida que me ha tocado», parafraseando el título del reciente libro de la psicóloga Carmen Thió, «Me gusta la familia que me ha tocado» (Eumo, 2013).
Ésta poco frecuente expresión de conformidad plausible, agradable, respecto de la propia existencia y todo lo que conlleva, puede hacer pensar en una conformidad y aceptación resignada y nada estimulante. Muy lejos de esta apreciación, la agradabilidad, la complacencia respecto al propio vivir no sale de los que tienen muchos motivos para estar en paz con la vida, no sale de una vida fácil y libre de adversidades, sino fruto de un trabajado regateo con la misma vida, regateo del que se puede salir vencedor, no sin heridas, pero sí vividas éstas más como oportunidades para fortalecerse, que no para endurecerse. Porque del mosaico gaudiniano nadie niega la belleza. ¿Quién puede, pues, arriesgarse a poner de manifiesto fealdades en una vida desgarrada?
Este es el trabajo de la reconciliación, meta última y clave para cerrar todo proceso de conflicto y para vivenciar procesos resilientes que permitan superar las heridas, cometidas y recibidas, con un alto grado de responsabilidad respecto al propio vivir. Este es el testimonio de Tim Guénard, ejemplo resiliente como tantos otros. De muy pequeño atado a un árbol, abandonado por los padres, maltratado, violado, prostituido… delincuente y delinquido. Sus tres grandes sueños en la vida fueron: conseguir ser expulsado de los correccionales donde vivió, convertirse en jefe de una banda y matar a su padre. Los dos primeros los consiguió. A él mismo le gusta contar que llegó a querer a su padre. Un trabajado proceso de reconciliación con la vida, la suya, con las heridas –recibidas y cometidas–, y con la familia que le había tocado. Explica que un día comprendió que su peor prisión era su odio y su propia vida. «Perdonar es darse el derecho a existir» -explica Tim. Como éste, tantos testimonios de personas reconciliadas, no por haber tenido una vida fácil, sino por haber probado con humildad los propios agravios, aparte de los recibidos, y haber considerado que el mayor bien de todo proceso de reconciliación es para uno mismo.
Resentimientos, remordimientos, indignaciones, reconciliaciones…, sentimientos morales que Strawson estudia, y de los que tantos otros captan la vivencia y hacen emerger la liberación que conlleva. Nelson Mandela, yendo más lejos; testigos de reconciliación en el proceso de ETA, mirando más cerca, y tantos procesos mucho más personales y más silentes, empapados siempre de miradas amables de aquellos que nos hacen de espejo y nos permiten vivir el complejo entramado de la propia vida, para darnos cuenta de que perdón y reconciliación son procesos necesarios en toda vida humana, porque nadie se escapa de los agravios cometidos y recibidos, de los resentimientos y remordimientos.
Poner orden en todos estos sentimientos morales requiere un tiempo, una mirada amable hacia uno mismo. No en vano estamos todos implicados en esta necesidad de reconciliación para poder llegar a decir que nos gusta la vida que nos ha tocado y que, ante una muerte inminente, haríamos lo mismo que hacemos cada día.
Nadie se escapa, porque en todos hay pedazos de vida que hemos vivido a pesar y con los que tenemos que trabajar la reconciliación.