Por Caterine Galaz Valderrama
Doctora en Ciencias de la Educación
Barcelona, febrero 2013
Foto: Creative Commons
Ya sea por los efectos de la crisis que se pasea por Europa o por la primacía del individualismo y la autoprotección personal y nacionalista que se anunciaba con la masificación de uno de los modelos socioeconómicos menos colectivistas de la historia; últimamente estamos volviendo a observar acciones directas de rechazo y discriminación contra personas consideradas “diferentes”.
Hace unos días en Barcelona un grupo de jóvenes que ostentaban símbolos neonazis, golpeó brutalmente a una niña de 14 años de origen indio que tuvo que ser llevada a un hospital; mientras, en Valencia se generaba una polémica por un cartel en el barrio de Russaffa que señalaba abiertamente: “No se alquila a paquistaníes”. Días antes la plantilla del club de fútbol “Milán” abandonó un partido en Italia debido a que la hinchada del equipo contrario no dejaba de gritar insultos racistas contra uno de sus jugadores. En Grecia un diputado del partido Amanecer Dorado exigió al Parlamento publicar las cifras de los niños de las guarderías según sus países de origen con el propósito de “limpiar las guarderías y hospitales de clandestinos”. En Hungría a fines de 2012 se realizó una manifestación pública contra la convivencia con personas de etnia gitana. En los Juegos Olímpicos de Londres 2012 dos deportistas fueron expulsados por hacer bromas y comentarios racistas en las redes sociales. Día a día, se vulneran derechos fundamentales en los centros de internamiento para personas extranjeras y las denuncias se pierden, muchas veces, en largos procesos legales. En Europa cada vez es más patente el apoyo que reciben los partidos políticos de extrema derecha que no se avergüenzan de rechazar y criticar a personas residentes de origen extranjero, mientras que algunos países como Alemania, Italia, Holanda y Francia endurecen sus políticas migratorias.
La crisis, una excusa
Muchas personas piensan que estos hechos son consecuencia directa de la crisis que atraviesa el viejo continente y que responden a una desesperada necesidad de buscar “culpables” de la angustiosa situación personal y colectiva. Un “chivo expiatorio” transitorio para descargar las propias ansiedades. Sin embargo, esta idea esconde una trampa: la creencia que si no hubiese crisis este racismo no existiría. Muy por el contrario, el racismo cultural emerge y no tiene pudor de evidenciarse públicamente, porque obedece a uno latente, oculto, implícito no sólo en las personas que lo expresan sino también en la “gente de a pie”, así como en diversas instituciones sociales, políticas, comunicacionales, educativas, judiciales, históricas y en la misma valoración que hacemos de nuestros lugares de referencia.
En otras palabras, el racismo explícito -del cual a veces nos enteramos por la prensa- no tiene miedo a manifestarse porque hay un racismo implícito que persiste en la aprehensión que sentimos hacia el “otro” o la “otra” que consideramos “diferente”. De allí, la importancia de los llamados realizados por algunas plataformas antifascistas y antixenófobas, y los llamados de diversas ONG defensoras de los derechos humanos, que intentan encontrar eco, paralelamente, en toda Europa.
Actuar contra el racismo (latente y explícito) requiere acciones a todo nivel. Desde dejar la pasividad del sistema legal que mientras plantea mano dura en los flujos migratorios de entrada, poco dice de la convivencia interna y de la proliferación y actuación pública de grupos racistas.
Las expresiones de violencia directa o indirecta contra personas de origen extranjero cuestionan los fundamentos de la democracia y de los derechos humanos, por tanto, una comunidad que desea actuar contra el racismo, requiere no ser permisiva ni dar protección ni apoyo a entidades sociales y políticas que hagan llamados directos o indirectos contra personas de otras procedencias. Las leyes antixenófobas y antirracistas deben tener una vinculación legal directa y mediática y una efectividad pública para que la sociedad interiorice una ética de acogida y de convivencia pluricultural real.
¿Hacer la vista gorda… o intervenir?
Por otro lado, la intervención social contra el racismo y la xenofobia tiene especial importancia en el actual contexto europeo. Si bien el interés mediático ha estado centrado en los hechos más directos de violencia racista, el interés político e institucional debe poner el acento no sólo en la defensa de las personas agredidas, sino también en acciones que desmonten el racismo menos evidente. Se requieren, sin duda, dispositivos de educación y sensibilización constantes en todos los niveles sociales.
Hasta ahora las pocas acciones que se han ido desarrollando no parecen tener los efectos esperados. Generalmente la intervención está centrada en la sensibilización contra el racismo y la promoción de los hechos culturales de los diversos grupos. Estas actuaciones muchas veces son aisladas en espacios informales –charlas y actos públicos- o en el marco de la educación formal –hacia los jóvenes en las escuelas- o incluso con población ya sensibilizada –aquella que asiste voluntariamente a actividades antiracistas.
Sin embargo, la sensibilización no puede hacerse “sólo” en torno a argumentos racionales sino que también tendría que apelar a la dimensión emocional de las personas, que es donde se fermentan las actitudes racistas. Y, por otro lado, aquellos argumentos racionales no pueden afectar la conciencia de quienes manifiestan actitudes racistas, si no se sienten llamados a este tipo de actividades.
Dar a conocer aspectos culturales de los grupos minoritarios no es suficiente para generar la aceptación, la tolerancia y el respeto: se debe trabajar hacia el endogrupo mismo, cuestionar incluso la centralidad que se le da a los propios signos identitarios. Hay que apelar a los aspectos no conscientes y a aquellos que no queremos cuestionar: nuestras propias bases de pensamiento y cultura, desde las cuales juzgamos a los otros grupos y personas. En definitiva, cuestionar nuestro etnocentrismo. Para que el racismo latente que modula las conductas racistas no quede intacto, se requiere re-configurar nuestras propias creencias.
Sin duda, no se puede dejar todo en manos de algo tan poco manejable como la superación de la crisis económica: el racismo se extiende cotidianamente en pequeños gestos –prejuicios, estereotipos, rumores– y en grandes políticas sociales, a los que todas las personas debemos estar atentas y evitar seguir expandiendo.
Recuperar el “sueño europeo” que emergió tras la segunda guerra mundial comienza a ser un imperativo ético, si deseamos mantener una comunidad democrática, cohesionada y libre de cualquier signo de rechazo cultural o étnico.