Por Josep M. Forcada Casanovas
Presidente del Ámbito María Corral
Barcelona, marzo 2013
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Hay muchas formas de diálogo. Existen desde la palabrería, pasando por monólogos más o menos arreglados, hasta un proceso comunicativo y a la vez creador. Quiero referirme al diálogo desde una empatía comunicativa en la que los interlocutores están dispuestos a colaborar, a enriquecer aquello que cada uno aporta para hacer crecer las ideas, los temas e incluso los interrogantes. Así podrán nacer nuevas realidades que promoverán un verdadero diálogo adulto, o sea, de aquellas personas que pueden gozar de un crecimiento personal y, a la vez, desde una apertura fecunda, pueden abarcar muchas realidades y trascendentes.
En este diálogo uno se muestra tal como es en realidad, no se puede disimular ni intentar esconderse, porqué la persona aporta aquello que es. Cierto es que los actores pueden fingir, pero siempre hay un momento de transparencia inevitable. También existe aquella forma de ficción dialogal en la que uno se aprende la lección correspondiente a su propio «rol». ¡Qué carga soportar una personalidad ficticia y que pérdida de esfuerzos y de tiempo!
La clave del diálogo maduro la encontramos en la sólida realidad que se produce cuando la aportación de uno y otro o de otros interlocutores la vivimos como aquella media semilla de la cual, al producirse el contacto mutuo, nace una vida, una verdadera vida en la creación de un nuevo pensamiento. Alguna veces quizá será media semilla, o un tercio, o un cuarto, o más, según quienes sean los dialogantes. Así como las semillas biológicas por parte de uno u otro hacen fructificar una nueva existencia, si tiene la semilla de la fecundidad la vida progresa, se enriquece, crece con fuerza. La tierra buena donde se puede plantar este diálogo es la madurez de los interlocutores.
Pero ¿donde se enseña a conversar sin finalidades inmediatas? ¿Donde se enseña a caminar dialogando con los maestros? ¿Donde se enseña la tolerancia hacia los errores en los que pueden incurrir muchos de los que dialogan? ¡Cuanta prisa hay por corregir los errores y acallar! Hay que adentrarse en el mundo de la comprensión para valorar al otro, atenderlo, acompañarlo y, si es necesario, corregirlo. El enriquecimiento del diálogo radica en el hecho de valorar lo que piensan los demás y sacar las ideas de los demás que junto a las propias te harán descubrir innombrables cosas positivas y que tienen sentido.
Tenemos una mala pedagogía que quizá arrastramos a lo largo de la vida. Al niño, en catalán, y de forma malévola le llamamos “in-fant”, que significa el que no habla o aquel a quien todavía no le reconocemos el derecho a hablar. No se le da la posibilidad de balbucear ideas; le dejamos que pida cosas, le dejamos ser independiente, pero tenemos miedo a sus «inoportunidades», de las ideas a menudo fuera de lugar y de tiempo. ¡Quedan muy distantes, los interlocutores de los niños! Desde el primer momento de la existencia el diálogo es evidente, empieza siendo primitivo e instintivo para poco a poco irse proveyendo de recursos y de elementos que lo enriquecen. El niño se acerca, desea, se hace sentir ante los demás. Desgraciadamente, a su diálogo no se le permiten licencias. En la medida que la criatura nace le disminuye la espontaneidad, se le pide que lo que responde concuerde con aquello que se le pregunta. Le surgen unos interrogantes, que si no entran en unas reglas de juego convincentes, todo tambalea. Y quizás así se empobrece su capacidad de dialogar, haciéndolo retroceder en muchos casos al gemido o, todavía peor, al monólogo.
El diálogo es para todo el mundo. Todos tenemos alguna cosa que decir y expresar. Con respeto y con fair play, que son unos buenos ingredientes de la madurez humana, hay que incluir también, en el diálogo, los momentos de silencio, de comunicación no verbal, o sea, la mirada, los gestos y la transparencia de la paz interior de cada uno. La comunicación tiene que hacer feliz, ya que ayuda a la persona a traspasar la puerta del yo para llegar al otro.