Por Marta Burguet Arfelis
Pedagoga
Barcelona, marzo 2014
Foto: Creative Commons
Ante los postulados, ya expuestos, de una posmodernidad líquida en términos de Bauman, parece como si el necesario vínculo pedagógico se pusiera en entredicho o por lo menos se debilitara. Las propias redes sociales permiten una gran cantidad de interacciones que denomina como «amigos» y que suman alrededor de cinco mil contactos, mientras que los neurobiólogos nos aseguran que podemos mantener aproximadamente tan sólo unas ciento cincuenta relaciones dentro de un marco de cooperativismo e interrelación que no se vuelva competitivo.
A la vista de estos datos nos preguntamos en donde pueden arraigar estos vínculos, tan necesarios para el sostenimiento humano, para que se demuestren firmes y sólidos y, al mismo tiempo, cuales serán los valores que puedan sostenerlos. Parece que el vínculo presencial puede ofrecer un mayor arraigo a la vez que una menor posibilidad de debilitamiento. Así es como, en el marco educativo se conjugan relaciones débiles y fuertes en el entramado de virtualidad y presencia, sin que eso implique apostar porque una u otra sean relaciones necesariamente fuertes o débiles.
Partiendo de esos encuentros que –ya sean virtuales o de modo presencial– son desiderativos, es decir, se sostienen por el deseo y no por la imposición, y que de entrada ya no se da en todas las interrelaciones, podemos potenciar el fortalecimiento del vínculo pedagógico en una ética desiderativa y en una clave no instrumental entre educador y educando, y viceversa. Un deseo que responde a la necesidad óntica de estar y ser, de vivir con los demás y de satisfacer una necesidad de referentes significativos, como también nos lo señala así la propuesta desde la resiliencia: un adulto significativo será sustancial para reconstruir a la persona frente a un pasado adverso.
Este contacto necesario para tejer relaciones y redes de amistad abre, además, un trabajo pedagógico en la línea de cultivar relaciones estables, no simplemente para crear nuevos encuentros significativos, sino para aprender a mantener y conservar las relaciones ya iniciadas. Encontramos aquí una pedagogía de mantenimiento, de conservación y de cuidado entre unos y otros, en términos de la ética de Gilligan.
Algunos sociólogos nos hablan ya de humanos sincrónicos como de aquellos que viven sólo el presente y no hacen caso de las experiencias pasadas ni de las consecuencias futuras de sus actos. Es en esta manera de vivir, bastante débil, en donde se crean unos vínculos también de carácter poco estable. En este sentido, una relación con poca presencia es mucho más fácil que caiga en el olvido, que establezca pocas raíces y que no suponga compromiso alguno. Un acto impersonal permite abandonar más fácilmente el vínculo y se basa en una relación interpersonal de poco compromiso, ligera, líquida y con dificultad para perdurar en un futuro y para enraizarse en cualquier relación del pasado. En definitiva, son actos impersonales que dejan menos huella y que, además, tejen relaciones que son más fácilmente «desmontables», más esporádicas y con menor necesidad de velar por su mantenimiento, razón de ser de un tejido ciudadano anclado en la superficialidad.
En esta misma línea, señalamos valores como la pedagogía de la presencia, que permite educar a través de presencias y ausencias, conociendo el compromiso que establecemos cuando tejemos relaciones perdurables y estables. Es así como una ética desiderativa podrá velar para arraigar el vínculo en el deseo de una unión libre con el otro, sin imposición, lo que no quiere decir sin compromiso. Apostamos por el trabajo pedagógico de mantenimiento, atención y conservación de la relación, que conlleva disponer de tiempo y espacios destinados a los demás y a uno mismo, donde fortalecer este conocimiento y este reconocimiento, ajeno y personal, propio y de cualquier álter ego. En definitiva, valores que permiten anclar las redes sociales –ya sean presenciales o virtuales– en un sostenimiento en el ser y en el querer seguir siendo desde la libre convicción y el propio deseo.
La revolución pedagógica vendrá, pues, más que de un buen discurso sobre esta preeminencia de la libertad y del deseo, de un buen ejercer con prioridad esta libertad ofreciendo garantías a las formas de comportamiento que antepongan estas conductas sin que por ello sea menor la carga de responsabilidad que toda acción libre conlleva a quien la ejerce.
En realidad, el máximo testigo pedagógico será finalmente el modelo. Así surgirá la voluntad, no impuesta, de mantener un vínculo relacional, no únicamente con el educador, sino con educandos concretos y partiendo de la aceptación de sus singularidades y especificidades. Al mismo tiempo, surgirán asimismo aquellos discípulos que, en torno a un maestro, desearán aprender no sólo de su discurso, sino también de su praxis, su vida, su tacto pedagógico, su actuar en coherencia y en definitiva, su buen-ser.