Por Natàlia Plá Vidal
Doctora en filosofía
Barcelona, abril 2014
Foto: Creative Commons
Escribía el filósofo J.M. Esquirol que, en ocasiones, la solidaridad es una suerte de desvelo, la más saludable de las caras del insomnio, la «de no poder salir de la vigilia, de no poder dormirse, de no poder abandonarse a la inconsciencia». Este es el desvelo que ha mantenido a muchas mujeres en estado de alerta para incidir en bien de sus sociedades.
En estas mujeres convive la formación con la astucia y la creatividad. Toda una tradición de vida al margen de los cauces institucionales ha agudizado, sin duda, la generación de vías alternativas para luchar por las cosas que han considerado necesarias o importantes. Y ello sostenido, fundamentalmente, por una tenacidad a prueba de cualquier intento de desaliento o desacreditación.
El Nobel de la Paz ha recaído sobre mujeres en varias ocasiones desde que Bertha von Suttner lo recibiera en 1905. Su texto Abajo las armas se convirtió en un acicate para la sociedad de su tiempo: urgía describir con realismo qué es lo que la guerra genera, y cuáles eran los ingredientes sociales que, en su opinión, actuaban como cómplices de esa lógica perversa que llevaba a resolver los conflictos a través de la guerra en lugar de hacerlo con el uso de la palabra.
Las últimas en recibirlo, lo hicieron en 2011. Tres mujeres de largo recorrido activista en pro de la paz y la reconciliación. Agentes del cambio social y político de sus países. El primer ministro noruego afirmó, tras hacerse público el nombre de las tres galardonadas, que se trataba de «un tributo a todas las mujeres del mundo y a su papel en los procesos de paz y de reconciliación».
Ellen Johnson-Sirleaf se convirtió, al ganar las elecciones presidenciales de Liberia en 2005, en la primera mujer africana que accedía a la presidencia de un gobierno estatal por vía democrática. Asumió un país roto y dividido por la guerra civil, y prometió ser implacable con la corrupción. Poco antes de que esta mujer llegara al gobierno, había tenido lugar una singular campaña encabezada por la activista Leymah Gbowee, asistente social y miembro de la Red de Mujeres por la Paz y la Seguridad en África. Una huelga de sexo fue secundada por mujeres de distintas etnias y religiones con un solo fin: detener la segunda guerra civil que desangraba a ese país, cosa que lograron en 2003. Esa fue, tal vez, la más pintoresca de las iniciativas, pero no fue menor la decisión de poner barricadas en las puertas donde los hombres estaban a punto de romper las conversaciones: no les dejarían salir de allí sin un acuerdo firme para terminar con la guerra.
La tríada se completaba con la periodista y política yemení, Tawakkul Kerman, miembro de la oposición activa al régimen dictatorial vigente desde hace treinta años en la persona de Saleh. Dada la vinculación de Kerman con el grupo de Mujeres Periodistas Sin Cadenas, se consideró que con su premio se respaldaba también a los jóvenes blogueros que habían sido partícipes fundamentales de las primaveras árabes de 2011. Ella misma se apresuró a dedicar el Premio a todos los jóvenes y mujeres de las revoluciones pacíficas que habían tenido lugar en varios países africanos, considerando que el Nobel era una victoria para su revolución.
Estas mujeres, en uso de su libertad, se han adherido y entregado a lo que, como ya decía Von Suttner, es la mejor de las causas posibles: la del pacifismo, entendiendo que la paz es condición de posibilidad para el desarrollo de una vida plena. Y eso, aun cuando para hacerlo hayan tenido que desmarcarse de los roles adjudicados.
Hay quien apunta que es la natural configuración biológica de la mujer, preparada para la gestación y la atención de los recién nacidos, lo que hace que el trabajo por la paz de tantas mujeres sea un denodado empeño por proteger la vida de los seres humanos en cualquier circunstancia. Pareciera que, como escribía John Carlin, los habitantes de «países que han sufrido hace poco un trauma terrible, que están enfermos y necesitan sanar […] hubieran reaccionado, por un lado, de forma instintiva, recurriendo al calor materno; pero, por otro, desde un punto de vista más racional, como si hubieran llegado a la conclusión de que los viejos gobernantes egoístas y sanguinarios […] han acabado para siempre con la idea tradicional de que los hombres son los jefes naturales de la humanidad». Quizás eso esté detrás del claro aumento del papel político de la mujer en muchos países con procesos de reconciliación y reconstrucción del hogar común.