Por Natàlia Plá Vidal
Doctora en filosofia
Barcelona, juny 2014
Foto: Creative Commons
El contexto actual conlleva un nivel de incertidumbre que puede generar un sentimiento de miedo con el que los contemporáneos hemos de bregar. Coinciden en ello tanto analistas como la gente de a pie con capacidad para poner nombre a sus emociones.
La imprevisibilidad, lo indiscriminado, causan gran desasosiego en las personas. Como en tantas otras situaciones (recuerden, por ejemplo, lo sucedido en los primeros tiempos con el VIH), mientras algo afecta a un segmento de población delimitable por algún criterio, el resto respira tranquila. El problema llega cuando las cosas afectan a gente que no entraba dentro de esa categoría. La sensación de vulnerabilidad se dispara y la ansiedad comienza a aumentar… ¿A quién le tocará esta indeseada lotería…?
Durante un tiempo funcionaban ciertos criterios de previsibilidad que tranquilizaban nuestras mentes. Pero eso ya no es tan así. Y aún en el caso de que exista algo parecido a ello, no está al alcance de la mayor parte de la población. Esa sensación de mano quién sabe si invisible o directamente negra que mueve los hilos de nuestras vidas, provoca desasosiego y ansiedad al perder control sobre la propia existencia. De hecho, el ejercicio de la arbitrariedad era, precisamente, una herramienta de control en manos de los nazis. De este modo, manejaban incluso a sus propios adeptos, que no sabían en qué momento podían caer en desgracia.
Una arbitrariedad con fines semejantes es la que parece utilizar el sistema socioeconómico imperante. Nadie se siente a salvo de una posible debacle, de ser excluido del terreno de juego a pesar de haberse preparado a conciencia para estar en él o de llevar años defendiendo los colores de su empresa. Lo que parecía imposible se hace realidad, lo que nunca debía de habernos sucedido, sucede…
Y ahí entra magníficamente en juego el efecto de lo que lleva años cultivándose entre la población: lo que Bauman identifica como la dilapidación de los vínculos sociales, una sociedad individualizada cuyas condiciones son hostiles a la acción solidaria. Por mucho que aquello que sufrimos es semejante en unos y otros, nos han inculcado que cada quién ha de resolverse las cosas con sus propios recursos; recursos que, por sí solos y sin contar con los de los demás, serán insuficientes para enfrentar la situación y salir airoso de ella.
El miedo está servido. Miedo a ser excluido del baile de la sociedad mientras los otros siguen danzando. Miedo a ser bajados de la civilización sin ni siquiera saber por qué. Miedo a que los medios previstos para las precariedades no alcancen cuando sea nuestro turno.
Llegado es el momento de la heroicidad en su forma más cotidiana. La que es capaz de enfrentar desde la pequeñez lo inabarcable, la que con humildad asume que no todo puede ser vencido ni reconducido pero siempre puede buscarse un modo de vivirlo mejor, la que halla rendijas de felicidad en medio de la catástrofe en que respira su vida. Recuperen La vida es bella de Benigni…
Sí, es la hora de quienes saben bailar con el miedo. En lugar de dejarse atenazar por él, lo agarran y lo integran en algo más global. Eluden su rigidez combinándola con elementos a modo de contrapunto: algo de sosiego y una pizca de humor. Si toca seguir al que lleva, lo hacen con donaire y gracilidad, de modo que convierten lo impuesto en ocasión para la generosidad y la creatividad. Como esas damas que danzan al compás de un vals de giros endiablados, mantienen una mirada firme y alta que les evita el mareo y mantiene la orientación.
Cuando coinciden varias personas con habilidad para bailar con el miedo, logran articular una coreografía que deviene un auténtico contradiscurso a la lógica individualista imperante. Logran compatibilizar las habilidades y carencias de cada quien de modo que todos salgan ganando. Tenemos enfrente un espectáculo germen de esperanza en el género humano.
Hay situaciones vitales –y no sólo económicas o sociales, también personales, familiares, amicales…– en las que hay que considerar el momento del miedo. Es un momento más de los que componen la vida. Hay momentos para el miedo como los hay para la esperanza; los hay para la templanza como para el arrojo; para recogerse como para brindarse; para el silencio como para las palabras; para los abrazos como para las distancias… Bueno, lo dice inmejorablemente la sabiduría hebraica en ese texto maravilloso: «hay un tiempo para cada cosa…»
El miedo tiende a recluirnos sobre nosotros, y ese es el momento de la resistencia, de vencer esa inercia sofocante y buscar parejas o cuadros de baile. Porque ya se sabe: compartida, la vida es siempre más llevadera y gozosa; cuando uno se agota el otro sostiene y cuando uno tiembla, el otro templa. Si tocan tiempos difíciles, lo mejor en su incuestionable dureza, es intentar bailar con ellos para sacarles aquella pizca de belleza que insospechadamente puedan contener. Cuando la melodía cambie, no sólo habremos sobrevivido sino que saldremos reforzados de ello. Y quién sabe si con esta disposición habremos contribuido efectivamente a que llegue ese otro tiempo…