Por Sofía Gallego
Psicóloga y pedagoga
Barcelona, julio de 2014
Foto: Creative Commons
En el pasado mes de junio se produjeron dos hechos casi de manera simultánea que dan contenido a mi reflexión. Por un lado se anunciaba por parte de la Federación Española de Fútbol la cantidad que percibirían cada uno de los jugadores de la selección española en caso de ganar la final. La cantidad sobrepasaba los setecientos mil euros, concretamente 720.000 €, un 20% más que la gratificación ofrecida en el Mundial de 2010. Los salarios del resto de los mortales españoles no se han visto incrementados en el mismo porcentaje. Por otra parte y en otro orden de cosas, el Comité Español de la UNICEF publicaba su informe sobre la pobreza infantil en el cual ponía de manifiesto la situación de precariedad en la que se desarrolla parte de nuestra infancia. La controversia está servida. Por un lado unos profesionales excesivamente bien remunerados y por otro niños que no tienen las necesidades básicas cubiertas.
Seguramente se hallarán argumentos en favor o en contra sobre la conveniencia o no de valorar económicamente de manera tan espléndida a los deportistas. El llamado deporte de élite siempre ha gozado de poder económico para gratificar a sus integrantes de manera muy generosa. Se trata de profesionales con una carrera muy corta y con un alto nivel de exigencia. Es necesario recordar que no hay por mi parte ningún afán de menospreciar el esfuerzo y dedicación que los futbolistas dedican a su profesión. Hay que unir condiciones físicas extraordinarias y fortaleza mental. Si alcanzan una alta cotización es debido a que pocas personas son capaces de desarrollar al máximo nivel la actividad deportiva. Y como todo está sujeto a las inexorables leyes de mercado, a poca oferta –en este caso pocas personas con capacidades para llegar a ser futbolistas de élite– el precio se cotiza al alza.
Ciertamente el mundo de fútbol genera una actividad económica de un importante volumen, los derechos televisivos, la publicidad, etc., sólo se justifica por la enorme acogida que tiene el espectáculo futbolístico en televisión por parte de la población española.
El informe de la UNICEF, merecería de por sí un estudio más exhaustivo para poder poner de relieve, en su justa dimensión, el panorama real de la infancia: el paulatino empeoramiento de la situación infantil debido en parte a la reducción de los recursos destinados a los servicios básicos dirigidos a la infancia. Por otra, al deterioro de los escenarios domésticos debido a la persistencia del desempleo de los padres o a que éstos no pueden satisfacer de manera correcta las necesidades de sus hijos a causa de la también progresiva reducción de los niveles salariales.
Existe además otro riesgo social importante añadido a la situación anterior, la reducción de la tasa de natalidad. Esta reducción no asegura el necesario repuesto generacional. Así pues el futuro queda comprometido en dos aspectos importantes: primeramente estamos ante una generación que se desarrolla sin las garantías mínimas de poder alcanzar un desarrollo físico correcto, y ya es sabido que una mala nutrición compromete también el rendimiento escolar. Por tanto, con niños mal nutridos y con posibles deficiencias educativas, el futuro de la población infantil no se presenta halagador y, por lo tanto, el futuro del país tampoco. La responsabilidad de la situación no es sólo de la Administración que no ofrece unas políticas de protección a la familia –España está a la cola de los países de Europa en este ámbito–, sino también de cada uno de los ciudadanos.
La simple yuxtaposición de las situaciones descritas anteriormente pone en evidencia la disparidad de criterios y valores que hacen estéticamente reprobable pagar tanto dinero a unos futbolistas cuando en el país existe infancia en riesgo. Los hechos han de ser ética y estéticamente aceptables y los descritos, como mínimo, no puedo afirmar que no sean éticos, pero sí que no son estéticos.