Por Leticia Soberón Mainero
Psicóloga y Doctora en Ciencias Sociales
Madrid, julio de 2014
Foto: Creative Commons
La muerte de Amy Winehouse, cantante británica famosa por su extraordinaria voz y su truncada trayectoria, fue, hace un par de años, una más de las dolorosas expresiones de un modelo fallido de ser artista de renombre. Afortunadamente no son todos, pero sí muchos y sonados los casos de personas con gran talento que terminan siendo disgregadas por una poderosa fuerza centrífuga. De manera prematura sufren una combinación de éxito mal digerido, riqueza desmesurada, presión del público y de las empresas discográficas o cinematográficas. La pésima estrategia de recurrir al alcohol y las drogas como diversión o como muleta para seguir adelante, trae consigo unas consecuencias que están a la vista ya desde tiempos del inolvidable Elvis Presley, y continuando por personajes como Marilyn Monroe, Jim Morrison, Janis Joplin, Michael Jackson y un largo etcétera.
¿Qué es lo que conduce a estas personas a tirar la vida por la borda cuando se hallan en el culmen de la fama y el desempeño artístico? Seguramente será difícil generalizar, aunque tengan en común una cierta indefensión psicológica.
Quizá –aventuro ahora– una clave de lectura sea justamente su condición de
«ídolos», es decir, sucedáneos de Dios para un público que proyecta sobre ellos sus anhelos y deseos; para sus managers, que tratan de obtener el máximo rendimiento del éxito alcanzado y les exigen demasiado; para sí mismos que acaban creyéndose omnipotentes y también se exigen demasiado….
De manera creciente durante los últimos sesenta años, la aldea global se ha visto marcada por la comunicación de masas, y en ella se ha desarrollado una «espectacularización» de cualquier persona o evento público. Los(as) artistas famosos(as) y sus admiradores ya no se encuentran sólo en el momento compartido del teatro o en un concierto. Tampoco queda en visibilidad pasajera el estreno de una película. La fama acompaña a los artistas por donde quiera que vayan. Lo que ya hicieran los medios tradicionales se ha potenciado con redes sociales como Twitter, Facebook y Youtube, que siguen minuto a minuto la vida privada del artista. Un simple ser humano se ve de golpe como centro de atención de millones de personas 24 horas al día, generando moda, noticias, imitadores y emuladores sobre todo entre las jóvenes generaciones.
En otras palabras: se ven convertidos en ídolos, remedos de dioses obligados a la perfección física y a cumplir las expectativas de ese público que, al fin y al cabo, les da de comer y los llena de privilegios, los exalta y alaba como a seres inmortales.
El ídolo mediático actúa con sus aficionados como un espejo, pues esos millones de personas se ven de algún modo reflejadas en ese ser humano especial y carismático que les hace vibrar emotivamente, que convierte en comprensibles y aceptables sus pasiones y anhelos, sus frustraciones y esperanzas. El auténtico arte llega al corazón de la gente sin pedir permiso, y se establece un flujo de empatía y emociones multiplicadas por millones en el ecosistema comunicativo.
Recíprocamente, ese público actúa con el artista como un espejo, que le devuelve su propia imagen embellecida, adulada, exaltada, mucho más atractiva de lo que haya podido ser nunca en el cuarto de baño. Al no poder caminar por la calle sin ser asaltados por las multitudes, se transportan en coches de lujo, viven en mansiones de sueño, frecuentan la jet-set y las élites políticas. No es difícil terminar creyendo en el mito creado entre todos. Un laberinto de espejos que, sin una gran sabiduría para escapar de él y recordar que se es tan sólo un ser limitado, deviene una trampa mortal y autodestructiva. Si el último reducto de lucidez que pudiera quedarles se ahoga en sustancias químicas adictivas, está garantizado el fracaso de la libertad.
Qué importante sería para estas personas, ¡tan admiradas!, un auténtico amigo o amiga que les recuerden que no son Dios ni pueden llegar a serlo, que no pueden satisfacer las ansias de absoluto que anidan en el corazón humano, y que ese amor del público tampoco es omnipotente ni puede ser el norte definitivo de su comportamiento.
¿Hasta cuándo seguirá el ser humano tropezando en la misma piedra?