Por Esther Borrego Linares
Trabajadora social
Barcelona, septiembre 2014
Foto: http://pixabay.com
Era una noche del mes de mayo y yo tenía que acudir a un concierto para recaudar fondos para una asociación que colabora con un Hogar de niños huérfanos en Paraguay. Íbamos ya muchos conocidos y estábamos seguros de que nos encontraríamos con mucha más gente. Era una de esas situaciones de compromiso, que cuando llega el momento da un poco de pereza.
El concierto era en uno de los locales nocturnos de Barcelona en donde seguramente se reúne la mayoría de personas de clase más bien alta de la ciudad. En el local suele celebrarse un concierto benéfico cada quince días gracias a la disponibilidad y la generosidad de un grupo de gente, todos profesionales de diferentes ámbitos, que les gusta la música y que ponen su grupo a disposición de entidades que deseen recaudar fondos para continuar con su labor social. De esta manera, cuentan con la participación de muchas personas que, al mismo tiempo, que pasan un buen rato entre amigos, realizan una aportación económica dirigida a una buena causa.
No obstante, en medio de toda aquella gente, había un grupo que no era como los demás. Era un grupo de personas que vivían en un piso de acogida y que estaban vinculadas a la asociación porque habían hecho manualidades para enviar a los niños o habían colaborado doblando trípticos y grapando memorias.
Allí, con la sala llena, y mientras tocaba el grupo que ofrecía el concierto, se encontraban entre el público unas cuantas personas que habían sido acogidas en un piso de Ciutat Vella. Tal vez alguien llegó a preguntarse qué hacían allí, si debían estar o cómo es que estaban.
La noche transcurrió para todos de la mejor manera posible, el grupo sonaba bien, las canciones eran conocidas por la gran mayoría del público y nos fuimos encontrando con amigos que hacía tiempo que no veíamos.
Pero lo mejor de todo, fue que aquel grupo de personas que no conocía a mucha gente, no sólo hizo patente su solidaridad colaborando con un Hogar para niños con VIH de Paraguay, lo que ya es loable de por sí, sino que supieron hacer fiesta bailando sin parar, disfrutando de la música, del entorno, del momento… Ellos, no se habían preguntado si tenían que estar allí ni si los demás tenían que estar.
Si entendemos la fiesta, tal como dice Francesc Torralba: «la fiesta es comunicar, abrirse a los demás, establecer vínculos, hacer fluir los mensajes» podemos decir que aquella noche, en aquel concierto benéfico, vivimos una auténtica fiesta, en la que pudimos disfrutar de cómo el cuerpo es un medio de expresión que supera los límites que a veces nos imponemos.
El regalo de esa noche fue poder ver cómo bailaban y disfrutaban sin prestar atención a su alrededor; se sentían los protagonistas de su fiesta. Durante dos horas, todos los que estábamos allí, pudimos disfrutar de un milagro y esto hizo que aquella fuera una noche especial y diferente.