Por Sofía Gallego
Psicóloga y pedagoga
Barcelona, diciembre 2014
Foto: Creative Commons
Durante un viaje a Holanda tomé el tren de Amsterdam a la Haya. Viajaba con una amiga. Las dos somos muy habladoras y nos pusimos a hablar en un tono de voz que considerábamos normal. Al cabo de poco rato, se acercó una señora y de una manera muy educada nos hizo notar que en aquel vagón no se podía hablar, se tenía que guardar silencio. Evidentemente, hicimos lo que nos decía nuestra interlocutora. Eso sí, nuestra extrañeza fue grande: los mediterráneos estamos acostumbrados al ruido e incluso al ruido excesivo. Pasado un tiempo, en los trenes de alta velocidad se pusieron vagones donde el silencio está garantizado. Y es que con los móviles cada vez es más difícil conseguir silencio en un lugar público. En otra ocasión, en una de las muchas visitas que hago a la biblioteca y mientras leía una revista, de repente me sorprendió el silencio que se había hecho. Me di cuenta, cuando de golpe, cesó el ruido de un aparato, supuestamente, de aire acondicionado. A partir de estas anécdotas de cariz totalmente diferente pero todas relacionadas con el silencio, me vienen a la cabeza toda una serie de ideas.
Nuestra sociedad es ruidosa y buscar las causas puede llegar a ser una tarea compleja. Acostumbramos a hablar en un tono bastante alto y con la llegada de los teléfonos móviles todavía resulta más difícil encontrar situaciones en las que no se alce la voz. Muchas veces parece que estamos condenados a escuchar las conversaciones de otras personas, en el metro o en el autobús. Algunas tiendas ponen la música tan alta que hacen inviable cualquier comunicación entre las personas. El tráfico, ya de por si ruidoso, a menudo se ve incrementado por los cláxones que algunos conductores impacientes hacen sonar, víctimas de su propia impaciencia. A pesar de todo, todavía podemos encontrar lugares, cuya característica principal es el silencio: algunos espacios urbanos cerrados al tráfico, bibliotecas y por supuesto, lugares de culto, son como pequeñas islas en donde el oído puede reponerse de las constantes agresiones auditivas.
El silencio puede ser considerado como una necesidad para la persona. Se necesita para poder reflexionar, para poder pensar sobre determinados hechos o lo que es aún más difícil, sobre nosotros mismos, haciendo toda una reflexión sobre nosotros, nuestras debilidades y nuestras fortalezas y sobre la manera en que las aplicamos en la cotidianidad. También es necesario para rezar, para ponernos en contacto con Dios. La atención es difusa y a veces un sonido nos puede distraer de aquello que hacemos. Algunos trabajos necesitan del silencio para poder realizarse con éxito. Madame Curie era una firme defensora del silencio en el trabajo; sus biógrafos comentan que no podía trabajar si no era en silencio.
Aún así, hay personas que parece que no puedan soportar el silencio: son aquellas que cuando se encuentran con otro, siempre tienen algo que comentar o algo que decir, llegando incluso a llenar el silencio con alguna canción o con sonidos indeterminado y olvidando aquello tan conocido, de que el silencio también comunica. Y, a veces, en la comunicación con el otro nos tenemos que reservar pequeños espacios de silencio para poder responder adecuadamente o incluso para poder asimilar la información facilitada.
Reivindico el derecho a poder escuchar el silencio en la ciudad o cuando menos, a no sentirme agredida auditivamente cuando paseo tranquilamente cualquier mañana soleada, por una acera, lo bastante ancha para hacerlo.