Por Natàlia Plá Vidal
Doctora en filosofía
Barcelona, febrero 2015
Foto: Creative Commons
Cuando estoy escribiendo estas líneas, haciendo una reflexión que, en parte, toma pie del terremoto en Nepal de hace unas semanas, salta a los titulares un nuevo temblor en la misma zona. Habrá más. Se me encoge el estómago y dudo si seguir. Pero hay que hacerlo. Hay que ser capaces de seguir pensando desde la quietud con el corazón puesto en todo lo que tiembla en nuestro mundo.
Hace leí años una expresión que me pareció muy gráfica. En un texto de Bauman, se hablaba del «síndrome Titanic» para referirse a ciertos efectos a raíz de su hundimiento. Llamaba la atención un matiz más allá de la inevitable consternación por las muertes causadas: el horror causado no por el iceberg, sino por el caos que se produjo, la falta de un plan de evacuación y la escasez de botes salvavidas que no dieron cobertura para todas las personas que iban a bordo. Es decir, lo que provocaba el horror no era tanto el accidente por un elemento físico, si no todas aquellas cosas que dependían del ser humano y que habían sido desatendidas.
Esa idea vuelve a mí cada vez que a las –tal vez– inevitables catástrofes naturales, se han de sumar razones para el horror: estas, plausiblemente evitables.
No quiero hacer un elenco de hechos catastróficos. Eso conlleva una desazón de dudoso efecto en aras a responder activamente. Solo tomo pie de este a modo de ilustración.
Que Nepal sufra un terremoto de este calibre entra dentro de lo previsible. Los técnicos consideran esta zona como un auténtico «polvorín sísmico». Que cada cierto tiempo se produzca algo así parece inevitable (también sucede en otros puntos del planeta). Pero no lo es la cifra de muertes ni el nivel de daños materiales. Elementos como la alta densidad de población y, una vez más, el tipo de construcciones, hacen que esto último sea así.
Cuesta creer que con los conocimientos de ingeniería que poseemos, no pueda lograrse que las cifras de pérdidas en personas e infraestructuras sean considerablemente menores. Resulta incomprensible que no haya protocolos de emergencia bien establecidos para una situación que, al menos en cierto modo, es previsible. Horroriza pensar que no hagamos todo lo que realmente está en nuestra mano cuando el saldo se contabiliza en muertes humanas.
Colóquense en la misma consideración, no solo las erupciones volcánicas, inundaciones o tsunamis, sino también, por ejemplo, las hambrunas en zonas desérticas cuando llegan sequías que pueden considerarse prácticamente cíclicas. Y aplíquese la misma lógica en cuanto a previsión de medios y uso de conocimientos, en este caso, desde una perspectiva agrícola y alimentaria.
Cabría añadir otro tipo de horror: el causado por la corrupción, la ineptitud, las luchas de poder, las rencillas y otras miserias por el estilo. Que estos comportamientos compliquen –y hasta impidan– las acciones de respuesta para paliar las consecuencias de estas catástrofes, es horroroso. Lo único que devuelve la esperanza es saber del ingenio de los apasionados por la cooperación que buscan los resquicios por donde acceder a los necesitados y vehicular la ayuda, limitadísima pero, al menos, efectiva dentro de sus posibilidades.
La pasión por el bien –por el bien común–, es una energía incomparablemente más fuerte que la ambición, el poder o el odio. Y fuente de creatividad. Pero no es ese el combustible con que reposta gran parte de nuestro mundo. Demasiada tibieza y frivolidad hacen que pasemos por alto el humilde trabajo de previsión que podría acotar los efectos de las catástrofes, cuando no evitar alguna de ellas.
Como bien sintetizaba el título de aquella película de los noventa ubicada en Macedonia, Before the rain, a menudo podemos leer un montón de señales a modo de nubarrones que apuntan que, si no hacemos nada, la tormenta terminará por llegar, la catástrofe será inevitable. No podemos evitar lo inevitable. Pero debemos de hacer lo humanamente posible por detener y paliar lo evitable. Se cuenta en vidas humanas.