Por Sofía Gallego
Psicóloga y pedagoga
Barcelona, mayo 2015
Foto: Creative Commons
Voy en los ferrocarriles de Sarriá de Barcelona, a una hora en la que no van muy llenos. El tren es de los de nuevo formato, de aquellos con pocos asientos y muchos espacios vacíos. Me encuentro sentada en uno de los asientos adosados a la pared del tren, en los que caben cinco personas de lado. Al llegar a una estación, sube un mujer de unos treinta y cinco años, se sienta, saca el teléfono móvil y en un tono de voz perfectamente audible, dice a la persona a la cual ha llamado que está en los ferrocarriles y que existe la posibilidad de que se corte la comunicación. Una vez hecha esta advertencia empieza a hablar, en el mismo tono elevado, de la situación en que se encuentra una niña, que supuestamente debe de tratar; dice el nombre de la niña, pero, afortunadamente, no menciona el apellido. Informa a la interlocutora de las conversaciones mantenidas con la madre de la niña y de los acuerdos a los que han llegado. No la escucho, pero la oigo. El tono utilizado por la mujer no me deja otra alternativa. He escuchado antes muchas conversaciones en el tren, pero ninguna de este tipo y además realizada por una profesional que atiende a personas; no habla ni de facturas, ni de pedidos, como a veces puede escucharse, sino de las circunstancias que rodean a una criatura y de las acciones a realizar. Hasta aquí la anécdota o la vivencia, como lo prefiráis llamar.
Esta situación que viví y que he descrito, me llevó a una reflexión sobre el uso de los móviles, la privacidad y la profesionalidad. Ante todo tengo que decir que encuentro el teléfono móvil una herramienta muy útil y considero que es algo a lo que de ninguna manera podemos renunciar. Estoy convencida, además, de que es algo que cada vez tendrá más utilidades que lo harán imprescindible para ir por el mundo. Pero esta funcionalidad no justifica el mal uso que se pueda hacer.
Cada vez va siendo más corriente que en el cine o en el teatro las personas consulten el móvil, como si no pudieran vivir sin saber lo qué pasa en su entorno. El foco luminoso de la pantallita llama la atención y puede molestar al resto de espectadores. También, por otro lado es algo habitual que en los transportes públicos las personas usen el teléfono como si estuvieran en el comedor de su casa y manteniendo un tono de voz bastante elevado, además, para que todos nos enteremos, aún sin quererlo, de la conversación, invadiendo así la privacidad del resto de pasajeros. Pronto tendremos que empezar a reivindicar el derecho al silencio.
De todos modos, en la situación descrita, lo que me pareció más censurable fue el contenido de la conversación. La profesionalidad obliga a tener respeto por la privacidad de las personas atendidas y no creo que un vagón de tren sea el lugar idóneo para explicar asuntos personales. En primer lugar, tal como he dicho antes, por el respeto debido a la privacidad; en segundo lugar, porque hablamos de una práctica profesional que exige rigor. En definitiva, todo ello, fue lamentable. Aún así, alguna parte de responsabilidad también se tendría que exigir a la profesional con la que hablaba, puesto que sabía que su interlocutora estaba en un lugar muy poco adecuado para la práctica profesional.
A menudo la velocidad que hemos querido imprimir a la vida moderna nos lleva a justificar comportamientos, que antes se consideraban como no adecuados. Se quiere dar rápidamente respuesta a las exigencias del entorno, y esto nos puede hacer perder de vista aspectos que, en mi opinión, tienen que ser prioritarios: la profesionalidad, la ética y el respeto a los demás.