Por Joan Romans Siqués
Físic
Barcelona, octubre 2015
Foto: Creative Commons
La física nos explica que la reflexión de la luz es el fenómeno que ocurre cuando un rayo de luz incide sobre una superficie, rebota en dicha superficie y vuelve al medio del que procede.
También nos explica la refracción. Imaginemos un vidrio de color, amarillo, por ejemplo. Cuando un rayo de luz blanca incide sobre la superficie del vidrio, lo penetra y sale por la otra cara. Mientras el rayo se encuentra dentro del vidrio su velocidad disminuye y cambia su trayectoria. Cuando el rayo sale por la otra cara recupera la velocidad pero cambia de color. No es el mismo rayo de luz, ha quedado modificado. Tiene algunas características físicas distintas.
Cuando una persona reflexiona está haciendo un ejercicio de análisis, de estudio, de comprensión y de juicio de aquello que es objeto de su reflexión. Y lo hace con la intención de cambiar, modificar y mejorar alguna actitud, alguna forma de pensar, algún criterio o bien un determinado juicio sobre un suceso concreto o sobre su manera de afrontar la propia vida y la relación con los demás.
Este ejercicio requiere tiempo, dedicación y voluntad de hacerlo. Puede venir motivado por alguna circunstancia concreta, por un suceso que lo haya marcado; o bien, de forma general, es el mismo proceso vital de crecimiento y madurez personal de todas las facetas de la propia vida –y de la observación e implicación con la vida de los demás y también de los acontecimientos de la sociedad–, lo que lleva a la reflexión.
Toda reflexión es un proceso personal e intransferible. El objeto de la reflexión es, en definitiva, el mismo sujeto que la hace con la intención de mejorarse a sí mismo y no tanto los otros o su entorno. O, dicho de otra manera, solamente cambiando o mejorándose uno mismo podrá contribuir a la mejora de lo que le es exterior.
También es un proceso lento, no valen las prisas. Así como el crecimiento es un proceso que requiere el paso del tiempo –fruto de la cocción de todos los ingredientes que la vida comporta–, así mismo el resultado de la reflexión ha de ser un fruto maduro, como un plato cocinado a fuego lento. De otra manera la reflexión no tendrá el sabor que esperamos y podría incluso estropear el resultado.
Y todavía es necesario añadir que la reflexión no debería ser un proceso puntual, esporádico o motivado por una circunstancia concreta que haya hecho tambalear los principios que sostienen la vida de la persona. Ha de ser un proceso habitual, de cada día, connatural, como el hecho de respirar. Crecimiento, madurez y reflexión. He ahí una tríada que no puede separarse.
Teniendo en cuenta lo dicho al principio sobre la reflexión y la reflexión de la luz, y sabiendo que el pensamiento queda modificado después de la lenta reflexión –como el rayo de luz que se lentifica dentro del vidrio–, pienso que lo que hacemos es más bien una refracción y no una reflexión.
Hago una propuesta: no reflexionemos, ¡refraccionemos!