Por: Gemma Manau
Miembro del Instituto de la Paz
Matosinhos (Portugal), diciembre 2015
Foto: Creative Commons
El hecho de hacer un regalo a alguien me sirve de termómetro para saber si conozco a la persona a quien se dirige el regalo. Siempre me pregunto ¿qué es lo que le gusta? ¿Qué necesita en este momento? ¿Por qué momento vital está pasando? ¿Qué le hace feliz? No siempre tengo una respuesta clara, lo cual generalmente me deja perpleja. Entonces me doy cuenta de que conozco poco a la persona, que no estoy suficientemente atenta, que no me tomo el tiempo para «contemplar» a mis amigos y familiares, o incluso a las personas que me son próximas aunque no me una a ellas una profunda amistad, sino tan solo una relación más o menos cordial.
Hace poco me hablaban de cómo la curiosidad es motor para el conocimiento, pues solo aquel que es curioso se pregunta el «por qué» de las cosas. Incluso se habla de cómo los niños sobreestimulados pierden la capacidad de sorpresa y la curiosidad.
Quizá a nivel de relaciones humanas también estamos sobreestimulados, hiperconectados y perdemos la capacidad de sorpresa y la curiosidad y necesitamos siempre estímulos externos cada vez más fuertes, relaciones cada vez más excitantes.
Zygmunt Bauman en su obra Amor líquido: Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos nos habla de las «relaciones de bolsillo», exitosas, agradables y breves; en definitiva, la encarnación de lo instantáneo y de lo descartable. Cuando una relación empieza a ser «molesta» se la desecha. Así a falta de relaciones estables y duraderas se busca remedio en la cantidad. Por eso en realidad lo que se tienen son conexiones.
¿Responde a la curiosidad el deseo de lo «siempre nuevo» y por ello rápidamente descartable? A mi modo de ver, no. Creo que es precisamente por falta de verdadera curiosidad, que se busca constantemente lo novedoso. Lo que me parece que se ha producido en realidad es una disminución de la capacidad de sorpresa porque la rapidez no deja contemplar al otro.
Si nos paramos y contemplamos a las personas que tenemos a nuestro alrededor, si tenemos verdadera curiosidad por conocerlas, quizá descubramos que aún tienen una gran capacidad de sorprendernos, pero además quizá, al mismo tiempo, se comprenda el porqué de aquello que nos resultaba molesto en la relación.
La curiosidad requiere contemplación. Sin embargo ¿será suficiente la curiosidad contemplativa para que comprendamos al otro? Me parece que es el primer paso y es ineludible, pero al mismo tiempo requerirá otra facultad que también se relaciona con nuestra inteligencia: la imaginación. Si el conocimiento no avanza sin curiosidad, tampoco lo hace sin imaginación.
Siempre me ha llamado la atención la capacidad imaginativa de los científicos que creyeron posibles cosas tan «inimaginables» como viajar a la luna o internet. Sin un cierto grado de imaginación no hay posibilidad de cambio ni de evolución. No se trata de una fantasía desvinculada de la realidad, sino de llevar la realidad lo más lejos posible.
Para llevar una relación lo más lejos posible también necesitaré imaginación, sino esta se estanca y pasado poco tiempo se convierte en descartable. Necesito imaginar cómo se siente el otro teniendo en cuenta su forma concreta de ser. Y digo imaginar, porque cada persona es única e irrepetible por lo que su sentir también será único e irrepetible. No se trata de fantasear sobre el otro, sino que –como si de un juego de rol se tratara– aceptándolo incondicionalmente, ponerme en su lugar. Esta capacidad de ponerse los zapatos del otro se llama empatía.
Quizá la curiosidad contemplativa y la imaginación que acepta incondicionalmente la realidad de cada uno sean una buena ayuda para encontrar el mejor regalo para cada persona y así poderla sorprender.