Por: Anna-Bel Carbonell
Educadora
Barcelona, febrero 2016
Foto: Creative Commons
Uno de los encargos más importantes que tenemos como adultos es el de favorecer, facilitar y velar por el buen crecimiento de nuestros niños y niñas. Conseguir que los más pequeños se sientan seguros, sin miedos, sin angustias… que no quiere decir sin límites ni correcciones cuando sean necesarios, es una tarea que recae inicialmente en la familia, posteriormente en la escuela y finalmente, porqué negarlo, en la propia sociedad.
Las familias son una muestra de la diversidad, tanto por lo que se refiere a sus formas como por los orígenes de sus componentes. La diversidad de lenguas, orígenes, creencias, cosmovisiones… muchas veces nos lleva a los adultos a plantearnos cómo podemos explicarlo a nuestros hijos e hijas, y cuestionarnos cómo la integraran en su día a día, si la entenderán y cómo hacer entender que la diferencia es enriquecedora e inherente al factor humano.
A menudo, ante los curiosos planteamientos de los niños y las niñas, nos enredamos –como adultos responsables que supuestamente somos y que nos sentimos en la obligación de tener una solución para todo– a elaborar protocolos, olvidando que los niños y las niñas, por encima de cualquier dogma y normativa, tienen derecho a respuestas sencillas surgidas desde el corazón, a ser acompañados en su crecimiento emocional y espiritual, tienen derecho a jugar, a ser felices y derecho a ser niños.
Tener que redactar y hacer tratados de cómo los adultos tenemos cuidado de los pequeños no es más que un indicador de cómo en algún momento del camino hemos perdido el sentido profundo del ejercicio más elemental de la parentalidad, que debería ejercerse en positivo y que se fundamenta en la trasmisión al niño de los sentimientos de pertinencia, protección, tranquilidad y sentirse amado.
Con ojos de niño, muchas veces, nuestras complicadas respuestas a sus espontáneas y sencillas preguntas tienen una respuesta más natural y normalizadora de lo que nunca hubiéramos podido imaginar. Veamos un ejemplo de una pregunta «compleja» y decid si la respuesta no es simple y clara:
«Cuando la maestra hablaba de las adopciones, una de las alumnas dijo orgullosamente:
– Yo lo sé todo sobre las adopciones, porque soy adoptada.
– ¿Y qué significada ser adoptada? – le preguntó un compañero.
– Significa que tu creces en el corazón de tu madre en vez de crecer en su vientre –contestó con naturalidad y convencimiento la niña».
Toda una lección de naturalidad, de explicación simple y de un claro sentimiento de pertinencia y vínculo de quien se siente querido y sabe en quien confía. No es necesario ser un niño adoptado para poder definir el vínculo familiar como esta manera de crecer en el corazón de la madre, en el corazón del padre. Todo niño debería experimentar este amor incondicional, surgido desde el interior de los adultos que se afianza y se alimenta del amor que crece espontáneamente en el corazón.
La aritmética del corazón puede ser tan compleja como complicado es el lenguaje de las relaciones personales. Pero el papel del adulto ? padre, madre, tutores, maestros, educadores… ? referente a cada niño, debería de ser inquebrantable y anclarse en la convicción firme que su presencia sólida y próxima, serena y dialogante, con autoridad que no es autoritarismo, continuará haciendo crecer el vínculo a lo largo de la vida.
En una sociedad donde todo se mide desde los resultados, las capacidades y competencias, no deberíamos dudar de quién es competencia la educación, el ayudar a crecer libremente, el contribuir a establecer unas relaciones sanas y protectoras y a elaborar unos criterios propios, hacia los más pequeños.
Nuestro compromiso como adultos referentes de los niños es ayudarlos a ser felices y que disfruten de ser niños. Es contribuir a que se sientan crecer en nuestros corazones. Los niños han de sentir que somos los pilares firmes de este proyecto común del que todos formamos parte llamado humanidad.