Por Javier Bustamante
Poeta
Barcelona, abril 2016
Foto: Assumpta Sendra
Antiguamente se contaba la población de un lugar por «hogares», es decir, hogueras o fuegos. Se contaba, pues, por familias o agrupaciones familiares. Alrededor del fuego se hacía la vida de las personas. Fuego era sinónimo de alimento, también de calor y de protección.
Modernamente el cálculo de la población se hace por individuos. La persona ha cobrado protagonismo, a contrapartida de antaño, donde la sociedad era más patriarcal y quien contaba era el jefe de familia. Vemos como los análisis demográficos, por más objetivos que pretendan ser, siempre están sujetos a la ideología del momento y se pone el acento en aquellos datos que se buscan priorizar. Eso ha sucedido y sucederá en todas las épocas.
El hogar, pues, era aquel hábitat donde se resolvían, originalmente, las necesidades básicas. No sólo materiales, sino también emocionales. Actualmente utilizamos más el término «casa», que proviene del latín y se asocia más a «choza» o lugar de refugio. Y sinónimos hay muchos más para denominar el lugar donde vivimos habitualmente: residencia, predio, apartamento, habitación… En todos ellos la actividad mínima que realizamos es la de dormir y guardar nuestras pertenencias personales.
Sin embargo, el hogar o la casa, es mucho más que unas paredes cubiertas y con una puerta que nos aísla del mundo exterior, provisto de cama, cocina y baño. El hogar es una extensión de nuestra persona: de nuestro cuerpo, de nuestra psique y de nuestro espíritu. De alguna manera, nuestro hogar es el espejo de nuestra personalidad. Nuestro hogar puede delatar nuestro estado de ánimo presente: una semana agitada, con prisas, sin tiempo para devolver las cosas a su lugar después de usarlas o el sosiego de poder armonizar tiempos y espacios, teniendo cada cosa en su lugar y cumpliendo una función determinada, dispuesto todo con una belleza al estilo personal.
La casa también es un libro autobiográfico, el cual condensa las diferentes etapas de la vida personal o familiar: retratos, objetos de diversas procedencias, muebles heredados de generaciones pasadas… La historia de nuestros gustos también se materializa en el hogar.
Las dimensiones de la casa marcan mucho su capacidad de acogida. Sin embargo, el carácter acogedor se lo dan sus habitantes. Por más pequeña o grande que sea la residencia, es uno mismo quien la hace permeable o impermeable a la entrada del otro. Una casa abierta, dispuesta a recibir visitas o acoger por unas noches al familiar o al amigo, es sinónimo de madurez y de disponibilidad.
Concluyendo, la casa, ciertamente, es el caparazón de la persona o del grupo que la habita. Así como el caracol va secretando las sustancias que generan su concha, la persona va rodeándose o produciendo aquello que le da sensación de hogar. En este sentido, la casa es el espejo donde puede contemplarse y saber qué está sucediendo en el interior de la persona o del grupo que le da vida. Y cuentan que los espejos siempre dicen la verdad.