Por: Javier Bustamente
Poeta
Barcelona, enero 2017
Foto: Assumpta Sendra
No recuerdo qué fue lo primero que aprendí. Seguramente, una mezcla de instintos, de imitación y de repetición fueron amasando los primeros saberes propiamente míos. Los estímulos y las gratificaciones también hicieron su parte. Los fracasos, las caídas, las sensaciones desagradables también serían vitales para ayudar a discernir qué hacer y qué evitar. Y es que, la memoria es altamente relacional, es decir, pone en diálogo los datos que posee para saber cómo responder ante las situaciones que se le presentan.
Esta reflexión nos lleva a pensar que, generalmente, no elegimos lo que aprendemos. Aprendemos lo que podemos, lo que necesitamos, lo que nuestras capacidades nos permiten. A decir verdad, en buena medida lo que aprendemos es un reflejo de lo que somos en el momento en que lo aprendemos.
Nuestra manera de aprender va evolucionando con nosotros mismos. Incluso, llegan oportunidades en la vida en que es imprescindible desaprender, ya que muchas veces lo que sabemos se anquilosa y se convierte en juicios y en prejuicios. Entonces comenzamos a querer que la realidad se identifique con nosotros y no nosotros con la realidad. Al final, aprender es asir la realidad, tomarla, aprehenderla, involucrarse con ella. Ser parte de la realidad.
Ciertamente, lo que aprendemos es un reflejo de lo que somos, porque somos selectivos y porque nuestras capacidades son limitadas y abarcamos hasta donde podemos. Pero esto no quiere decir que aquello que aprendemos no nos modifique. Al contrario, lo aprendido es como aquella piedra que entra en el agua: produce ondas expansivas en la superficie de nuestro ser y remueve nuestro fondo hasta que todo vuelve a asentarse, con la novedad de que esa piedra ahora forma parte del pósito de nuestro ser.
Cuando comienzo a adquirir una nueva destreza, esta de entrada me descoloca, porque me enfrento a algo que antes no sabía. Incluso me produce la sensación de torpeza: sólo sé que nada sé. Poco a poco, si soy constante en el camino del aprendizaje, voy digiriendo esa novedad y va formando parte de mi ser, hasta llegar al punto en que aquello desconocido ahora forma parte integral de mí.
Nunca dejamos de aprender. El olvido es otra forma de aprender. Por un lado es una defensa ante la saturación. Por otro, es una reacción de vacío que nos hace buscar nuevas respuestas o nuevos caminos ante algo que creíamos dominar y se nos escapa de la mano. Saber enfrentar el olvido es algo a lo que no estamos acostumbrados, como tampoco lo estamos ante el fracaso. La angustia que generan ambas situaciones se tendría que saber afrontar desde la humildad, otra capacidad que va muy ligada al aprendizaje y que hemos de hacerla presente constantemente en nuestras vidas.
El aprender es una actividad humana equiparable al comer. Nos ayuda a incorporar la realidad, es decir, a hacerla parte de nuestro cuerpo. Lo aprendido, si consigue persistir en nuestro ser, se convierte en saber. De esta manera, sabemos de la realidad aquello que nos sabe, que nos aporta y nos hace crecer.
En aquellos fugaces momentos en que nos damos cuenta que estamos aprendiendo lo que sea, es cuando podemos aprender a aprender. Se produce una emoción similar a la que experimentamos cuando nos contemplamos en un espejo de agua y sabemos que aquella persona que se refleja soy yo, pero que más allá de la superficie hay más.