Por: Esther Borrego Linares
Trabajadora social
Barcelona, febrero 2017
Foto: Pexels
Hace unos días fui a visitar a un amigo que acababan de trasladar a una unidad de cuidados paliativos cerca de Barcelona para que en los últimos días pudiera estar acompañado de las personas que para él habían sido importantes.
Cuando salimos afuera para que se fumara uno de sus últimos cigarrillos, hablando de su situación y del motivo por el que estaba allí, le propuse pensar en las cosas buenas que recordaba haber vivido. «Esther, ¡lo mejor es estar vivo!» me dijo sin pensarlo y creo que sin ser consciente de la gran verdad que estaba diciendo y de la gran lección que me llevé aquella noche en el corazón.
Adolfo era una de esas personas que la vida no ha tratado muy bien. Desde niño vivió situaciones que no favorecieron su autonomía ni su felicidad. Con una patología mental grave aunque compensada, un largo recorrido de vivir en la calle y en situaciones precarias. Esos fueron los motivos por los que llegó a nuestras vidas.
Al inicio nada fue fácil, hasta que fuimos conscientes de que no era un problema de actitud, sino de enfermedad, de incapacidad… Una vez tomamos consciencia de ello, descubrimos una persona dócil, tierna, confiada… con la que pudimos trabajar de manera sencilla los hábitos de la vida diaria que había perdido. Aún recuerdo cuando descubrió lo bien que le sentaba la ducha, o no dormir siestas eternas.
Pero este no fue el fin de una vida llena de dolor. Parece que no todos descubrimos lo mismo en el mismo momento. Los que seguían pensando que tenía un problema de actitud y que, por tanto, podía cambiarla con voluntad, le acompañaron a hacerlo, dejándolo sin el apoyo que para él había supuesto la única época de tranquilidad que recordaba.
Si, volvió a la calle, a dormir en cualquier rincón, a no comer, a necesitar evadirse de la realidad de la única forma que conocía, tomar distintas sustancias, a no tomar la medicación que le permitía cierta estabilidad y tuvo diversos ingresos por urgencia.
Pero de repente una nueva luz apareció en su vida cuando estuvo durmiendo en uno de esos lugares que consiguen dar un poco de paz a quien la busca a pesar de no tener nada, ni creer poder encontrarla. Una noche apareció por Vincles, un proyecto muy especial de la compañía de las Hijas de la Caridad. Fue en ese lugar, junto con el apoyo de otras trabajadoras sociales de otros servicios, donde pudo reencontrar cierta estabilidad.
En agosto se instalaba en la que iba a ser su casa durante un periodo, no sabíamos cuánto. Era una granja en el campo, donde le cuidaron, se sintió querido y empezó a mejorar. Estaba contento.
El día 31 de diciembre, tras un ingreso de urgencias en el Hospital de Reus, fue diagnosticado de cáncer de hígado y de páncreas. Debido a su estado excesivamente débil no había posibilidad de tratamiento y al parecer no le quedaba mucho tiempo.
Y así, en menos de quince días, Adolfo dejaba de vivir, de sufrir, pero también de soñar, pero lo hacía convencido de que a pesar de su historia lo mejor de todo es estar vivo, vivir. Lo dijo con esa ingenuidad que le caracterizaba, con esa con la que uno puede aprender, valorarlo todo y parece ser que también a agradecerlo todo.