Por: Leticia Soberón
Psicóloga y cofundadora del Innovation Center for Collaborative Intelligence
Barcelona, mayo 2017
Foto: Diseñoweb
El tremendo panorama de juicios por corrupción que estamos presenciando produce desazón, desencanto y enfado. Muchos sienten que estamos peor que nunca y que la sociedad va cuesta abajo en materia de ética pública.
Sinceramente no lo creo. Los abusos de poder se han dado prácticamente en todas las épocas de la humanidad y se consideraba «normal» ese tipo de comportamientos.
La evolución de los sistemas democráticos ha creado unos contrapesos entre los distintos poderes, pero estos contrapesos no han sido suficientes —bien a la vista está— para erradicar esas prácticas, que quedaban ocultas e impunes. Por eso me parece que es un signo de avance lo que estamos presenciando, aunque no sea agradable.
Un elemento de este cambio es la tecnología digital, que ha modificado las reglas del juego de escondite que casi todas las sociedades habían preservado hasta hace unos decenios. La intimidad celosamente guardada por políticos, amantes, lobbistas, banqueros y artistas, es aireada sin pudor ante un público siempre dispuesto a enterarse de lo que otros desearían ocultar.
Esta situación evoca lo que en 1948 imaginó George Orwell y proyectó en su libro 1948: una sociedad hipervigilada por el Gran Hermano, un gobierno omnipresente y controlador, ávido de la vida privada de una masa humana plana y apática. En la realidad de hoy los gobiernos pueden vigilar a sus ciudadanos, pero el auténtico control está en manos de las gigantes empresas particulares proveedoras de servicios en Internet. Y las masas de personas no están sólo vegetando: también vigilan y están participando más activamente.
¿Qué ha cambiado para que se cumplieran sólo a medias las previsiones de Orwell? El sueño dorado de todo dictador se ve de pronto turbado por un escenario más incontrolable de lo esperado.
El smartphone, los drones y las cámaras urbanas han borrado las fronteras entre lo público y lo privado. Ya nadie sabe, cuando se asoma a la ventana con cara preocupada o besa a su interlocutor en el bar, qué móvil o qué cámara lo grabará y compartirá la imagen en Internet. Las escenas de cama, las conversaciones íntimas, los desahogos verbales, las cuentas «B», todo puede ser grabado y expuesto a la mirada y el oído públicos sin solución de continuidad.
Las fotos satelitales nos hacen de espejo en el techo, nos reflejan de un modo impúdico a escala planetaria. Quedan ante nuestros ojos las maravillas que aún conserva nuestro planeta, pero también, sin paliativos, las diferencias sociales en las ciudades, la devastación de los bosques, el deshielo de los glaciares. Y ya puestos en ello, puede fotografiarse una casa concreta, un área de jardín, un escondrijo donde ya nadie estará a salvo de miradas indiscretas.
Las redes sociales hacen de caja de resonancia a cualquier anécdota aislada. Son millones de ojos los que están escrutando lo publicado para re-publicarlo, multiplicando hasta el infinito los ecos de un hecho, por nimio que sea.
Si además la cultura hacker, popularizada por Wikileaks, proclama como derecho a la información el saber siempre y en todo momento qué pasa y dónde, la oportunidad de esconderse es cada vez más escasa. Por eso un valor clave en la sociedad de la información es la transparencia: la responsabilidad sobre las propias acciones, la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Una transparencia obligada, quizá, y que deberemos matizar muy pronto, pero que empuja a los personajes notables de la vida social a ser congruentes. Menos palabrería y más realidades.