Por: Joan Romans Siqués
Físico
Barcelona, junio 2017
Foto: Pinterest
En los últimos días he tenido ocasión de ver unos álbumes de fotos de veinte y treinta años atrás donde aparecen personas conocidas y reconocidas por su valía en sus respectivos entornos. Son filósofos, médicos, historiadores, economistas, psiquiatras, políticos, científicos, artistas, estudiosos de la lengua, etc. En general, personas muy entendidas en su ámbito del saber y, especialmente, con un gran espíritu humanista. Lo que me ha parecido más sorprendente es que, veinte y treinta años atrás, ya participaban en conferencias, seminarios, cursos, coloquios y otros espacios donde divulgaban su saber.
Inmediatamente he pensado: ¡hay personas que han nacido sabias! Tan jóvenes como eran y ya destacaban. La naturaleza les ha agraciado con el don de la sabiduría, de la ciencia infusa, mientras que el resto de los mortales hemos de estudiar toda la vida para llegar a medio entender, y mal, alguna cosa.
Después de un momento de calma y reflexión me he dado cuenta que no era así en absoluto. Es del todo cierto que estas personas que consideramos sabias (y lo son) empezaron acudiendo al parvulario donde dibujaron sus primeros garabatos y aprendieron a dominar el lápiz, a escribir las primeras letras a, e… y los primeros números 1, 2, 3… Después pasaron por la primaria, la secundaria, el bachillerato y finalmente la universidad. ¿Finalmente? ¡No! Siguieron estudiando y después de innumerables horas de estudio y de trabajo se doctoraron. Más tarde se especializaron y, considerando que su saber era muy pobre, siguieron estudiando hasta… el día de hoy.
Es del todo seguro que se trata de personas dotadas de gran inteligencia. Pero eso solo no basta. Han dedicado muchas horas, han puesto mucha voluntad y han tenido que renunciar a muchas otras cosas. Quizás mientras sus compañeros estaban de fiesta, en el cine, jugando o viendo un partido de fútbol o tomando el sol en la playa o bien caminando por la montaña, ellos o ellas tenían que estar encerrados en su estudio con un montón de libros y apuntes encima de la mesa. Quién sabe si no padecieron también la incomprensión de familiares y amigos que no entendían porque tenían que dedicar tanto tiempo a estudiar.
La gran mayoría de personas nunca llegaremos a ser sabias. Pero, en cambio hemos recibido el gran regalo de tener entre nosotros, y bien cercanas, a personas que con sus conocimientos nos ayudan a descubrir los secretos y maravillas del universo y de la vida. Nos introducen en los misterios indescifrables de la ciencia, nos guían para entender mejor qué mueve y qué lleva cada persona a ser como es, nos enseñan a gozar del arte, la poesía, la música y cualquier otra manifestación de belleza. Personas que con su saber, nos orientan y , ayudan a caminar por la vida, tarea nada fácil. Hombres y mujeres que con su sabiduría hacen un poco más fácil nuestro quehacer de cada día. Son como faros que iluminan en medio de la oscuridad.
Este regalo recibido conlleva un deber: dar a conocer y esparcir por doquier todo el bien recibido que estos «sabios» nos han regalado. No retengamos toda esa abundancia de conocimientos y sabidurías que tan generosamente nos han dado. Que llegue a todas partes. Un bien que se reparte es un bien que se multiplica.
Seamos, pero, un poco más optimistas. No todos podemos ser un gran faro que orienta a los que van perdidos por el mar borrascoso de la vida, pero sí que podemos ser como pequeñas luciérnagas que, en medio de la oscuridad, alegran el camino y nos lo hacen más agradable. Muchas pequeñas lucen no deslumbran pero ayudan, hacen compañía y, a menudo, te ponen un sonrisa en los labios.