Por Natàlia Plá
Asesora y acompañante filosófica
Barcelona, julio 2017
Foto: Pixabay
Llegada esta época del año, morimos por descansar. Al menos eso es lo que oímos por doquier. Las vacaciones se esperan con una carga de esperanza en sus posibilidades que amenaza con hacerlas fracasar antes de que comiencen.
Entrar en «modo descanso» es menos sencillo de lo que aparenta. Desconectar del ritmo, la inercia, la preocupación, etc. pide más voluntad de la que creemos. A veces, hasta una carga de humildad para confiar que, en el tiempo que desaparezcamos de ciertas cosas, no habrá una debacle. Claro que esto va a talantes, y también hay quien es bendecido con el don de saber cambiar el chip con mayor rapidez.
Sin embargo, el descanso es mucho más que el desconectar o el evadirse. Siendo ambos, ingredientes que contribuyen al descanso, este –al igual que sucede con el sueño– aspira a ser reparador. Y eso, la mera evasión no lo puede.
Propiciar las acciones (o inacciones), los ambientes, las condiciones que vehiculan un verdadero descanso a veces es más trabajoso que, simplemente, planificar algo que nos ayude a desconectar. La desconexión tiene sus virtudes, y es que nos ayuda a tomar distancia –física, mental y afectiva– de una realidad. Ganada esa distancia, procede acometer aquello que nos va a nutrir, que repondrá nuestros depósitos de alegría, de esperanza, de creatividad, de tenacidad, de fortaleza… Incluso el dolce far niente tiene mucho que ver con esta dinámica de descanso reparador cuando se da en su versión más contemplativa. Un regreso a percibir la vida.
Cuando nuestras vacaciones –o nuestros tiempos de ocio más cotidianos– solo se llenan a base de dinámicas de evasión, el efecto benéfico de ellas es de corto recorrido. No hará falta demasiado para que, reincorporados a la cotidianidad, volvamos a sentir que nos falta fuelle. El verdadero descanso, en cambio, pacifica, permite recobrar lucidez, genera fuerza y despierta creatividad.
Las vacaciones son también un tiempo que favorece una flexibilidad a la hora de responder a las invitaciones que la vida nos regala. De vez en cuando aparecen lo que denomino «trapecios de descanso»: situaciones no programadas que hay que tomar al vuelo o se pierden. Es un gustoso reencuentro con la parte más espontánea de la vida que, a menudo, llega cargada de beneficios. A veces, hemos programado tanto el tiempo de descanso, que nos exigimos un ritmo equivalente al ordinario. Dejar que nos pase la vida, forma parte de las vacaciones. Escuchar lo que el cuerpo o el alma nos piden en un momento dado y dárselo, es parte de ese descanso regenerador.
De ahí que estos momentos sean, de algún modo, tiempo de encuentro; o mejor aún, de re-encuentro. Reencuentro con nosotros mismos, con nuestro ser, con nuestros sentimientos, con nuestro cuerpo, con nuestro interior, con esperanzas y sueños, con aprendizajes… Reencuentro con el sentido o sinsentido de la vida, con los proyectos, con la realidad. Reencuentro también con otros, con quienes queremos o con quien echamos de menos, con quien hace mucho que no podemos compartir un rato sosegado, con quien recién llegó a nuestras vidas y cuya relación merece la pena explorar. Reencuentro también con las circunstancias que conforman nuestra vida cotidiana, nuestros quehaceres, nuestros hábitos.
Si el inicio del descanso pasa por «no pensar en nada», el efecto del descanso reparador es que podemos regresar a pensar sobre las cosas desde otra colocación, con otro tono y otra perspectiva. Desconectamos para, luego, ser capaces de re-conectarnos a fondo con la vida verdadera.