Por Àngels Roura Massaneda
Coach de equipos, ejecutiva y personal, escritora, psicopedagoga y maestra.
Barcelona, diciembre 2017
Foto: Àngels Roura Massaneda
A menudo en charlas informales, de cortesía, las llamadas short talks, es decir, estas breves palabras que nos cruzamos mientras esperamos a que nos atiendan, subiendo en un ascensor, haciendo cola, etc., hacemos una valoración ligera de cómo estamos, de cómo vivimos, de cómo nos sentimos. Y lo resumimos en un «ir haciendo» o «qué le quieres hacer, ¡las cosas van así!».
A menudo se desprende una resignación aprendida. Socialmente aprendida. La resignación de aceptar que uno está sujeto a las condiciones externas y que éstas gobiernan nuestro estado interno y nuestro resultado externo. Y así se acepta sin prácticamente ninguna objeción.
Eso no quita que, a continuación, refiriéndose a otra persona a quien se le valora que las cosas le van mucho mejor que a los presentes, también con rapidez se califica su situación y se añada enseguida: «¡Quién pudiera tener esa suerte! ¡Éste/a sí que vive bien!». Y una vez expresadas estas palabras se acaba la conversación con un cierto regusto de admiración, envidia sana o
–puramente– envidia.
Querer vivir mejor es una aspiración digna. Añadiría que es, además, deseable y necesaria. Querer un futuro (a corto, medio o largo plazo) mejor es señal de estar vivos. En el momento en que uno se conforma y se resigna en vivir en un estado precario (emocional, social, económico, etc.) está rindiéndose a las condiciones externas; se está adaptando a «ir haciendo». A eso se le llama rendirse e, incluso –si me lo permitís– morirse. Sí, morirse en vida; poco a poco, lentamente, en el mar de la resignación.
Vivir mejor. «Mejor» entendido como progresión, eso quiere decir mejor que antes, mejor que quien, mejor en referencia a… Para poder constatar este progreso hay que conocer el punto de partida. Y, a menudo, tampoco sabemos dónde estamos. Desconocemos nuestro punto de partida real. Tenemos una idea aproximada de nuestra situación, pero es, como digo, una aproximación.
Hay que detenerse para conocer nuestro Km 0!
Kilómetro cero. Punto de partida lo más real posible. Lo más objetivable posible al cual solo se llega si nos detenemos a tener una conversación honesta y sincera con nosotros mismos. Conversación que nos cuesta tener porque la rehuimos por miedo a encontrar algo que no nos guste y que ponga en evidencia aspectos que no queremos reconocer.
Una vez reconocido y aceptado nuestro Km 0, nuestro punto de partida, tenemos como segundo paso saber definir qué nos acercará a «vivir mejor»: qué situaciones, con qué características, qué entorno, qué comportamientos y actitudes, qué capacidades, qué valores y principios sostienen este nuevo escenario.
Si tener una conversación sincera y honesta con uno mismo requiere un esfuerzo importante, definir el punto de llegada (este «vivir mejor») es –incluso– una tarea más difícil que llevar a término porque entran en juego muchas variables. Hay mucho en juego. Tanto que, cuantos más factores externos hay implicados, mayor es el grado de compromiso y responsabilidad por nuestra parte. Y estas dos palabras, compromiso y responsabilidad, nos exigen, nos obligan a mover ficha.
En consecuencia, si estamos realmente comprometidos con nosotros mismos y con la vida seremos capaces de modificarnos. Modificarnos, es decir, de hacer los cambios pertinentes en nosotros mismos. Nosotros somos la materia prima del cambio. Necesitamos ser mejores.
Ser mejores no en sentido competitivo. No hacemos ninguna carrera, ninguna competición. Solo tenemos un gran desafío en la vida: superarnos a nosotros mismos. Esta es la gran carrera de fondo de la vida. En la medida que somos capaces de comprometernos a fondo con nosotros mismos, podremos ser mejores respecto a nosotros mismos en el km 0. Éste es el verdadero reto de la vida al que –desgraciadamente demasiado a menudo– no queremos mirar a la cara y preferimos estar en el estado de «ir haciendo» porque «la vida es así, ¡ya se sabe!».
Las personas que aceptan el reto de transformarse ven –tarde o temprano– como el fruto acaba naciendo. Para que este fruto germine se necesitan grandes dosis de sinceridad, honestidad, humildad, voluntad y acción comprometidas con uno mismo. Sabiendo que solo desde aquí es posible ser mejor y –en consecuencia– vivir mejor.
La vida nos pone el reto ante nosotros. Aceptarlo o no, es nuestra decisión.