Por: Sofía Gallego
Psicóloga y pedagoga
Barcelona, noviembre 2018
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No sé si es muy atrevido decir que la persona desde siempre ha tenido una especial tendencia a salir del lugar habitual de residencia para ir a otras partes. En un primer momento histórico se puede hablar del pasado nómada de la humanidad: una vez agotados los recursos de un determinado lugar era necesario desplazarse para encontrar nuevos medios de subsistencia. El tiempo no ha pasado en vano y hoy día el ser humano continúa desplazándose de un lugar a otro del planeta, si bien las motivaciones actuales son bien diferentes.
De manera muy evidente cada verano vemos como los aeropuertos se llenan de un gran número de viajeros y cada año parece que se incrementa. El estímulo por viajar es diferente para cada persona: a unos el trabajo les lleva de un lugar a otro, para otros es simplemente las ganas de ver cosas nuevas lo que les empuja a dejar la zona de confort personal para afrontar situaciones diferentes y/o resolver inconvenientes más o menos consistentes, además de tener que convivir con otras maneras de hacer, otras convenciones sociales e incluso otros valores.
De todos los viajeros, seguramente es el colectivo de gente joven, con un equipaje no demasiado pesado, el que inicia el descubrimiento de otras culturas. Las experiencias y vivencias que puedan acumular durante el tiempo de viaje es una riqueza intelectual y personal que será útil durante toda su la vida. Desde mi consideración, en la compleja situación social, el hecho de salir de la comodidad doméstica es casi una necesidad formativa. En los países nórdicos los jóvenes, antes de entrar en la universidad, pueden dedicar un año a viajar, a contrastar experiencias, a consolidar la elección de estudios o a descubrir nuevas vías de futuro.
Ciertamente el nivel socioeconómico de estos países permite facilitar a los jóvenes estas oportunidades pero, una vez más, esta situación se convierte en inconveniente para todos aquellos jóvenes que ni sus familias, ni el sistema social les permite tener esta experiencia. Y, de nuevo, se constata que las diferencias económicas condicionan de manera profunda el futuro de los jóvenes privándoles de las experiencias vitales.
He querido hablar del viaje y de la incidencia que pueda tener en el futuro de los jóvenes, pero no puedo evitar de mencionar el viaje que, hoy día, muchos jóvenes emprenden no tanto por las ansias de descubrir mundo y conocer otras culturas, sino buscando un futuro mejor para ellos y también para sus familias y se arriesgan a iniciar un viaje lleno de peligros para poder llegar al sitio donde creen que se materializaran sus sueños de mejora vital. Pero muy a menudo, a su llegada a esta Ítaca, se encuentran con grandes dificultades que con frecuencia perduran y una vez más, los jóvenes deben enfrentarse a una situación tanto o más difícil de la que huyen.
No es necesario profundizar en la explicación de la situación de estos adolescentes, la prensa nos informa muy a menudo. Nuestra sociedad actual se ve desbordada por el gran número de menores no acompañados que nos llegan. Los recursos son limitados y a la vez insuficientes para poder resolver un problema de esta magnitud, pero las autoridades competentes deberían de empezar a analizar las verdaderas causas de este asunto. Seguramente se trata más de una intervención para ayudar el desarrollo de los países de origen de los jóvenes que no de destinar recursos sin un horizonte de solución en nuestro país. Además se ha de tener presente que los países de origen quedan faltos de jóvenes que seguro podrían trabajar por el bienestar de su país, por no hablar de los dramas personales que esconden estas circunstancias.
Ante esta situación y de mi discurso sobre las bondades del viaje, veo como estas quedan ciertamente diluidas.