Por: Sofía Gallego
Psicóloga y pedagoga
Barcelona, abril 2020
Foto: Pixabay
Hace unos años leí la novela de Ramon Solsona titulada L’home de la maleta. Se trata de una obra que explica las peripecias de un anciano que se ve obligado por las circunstancias a vivir una temporada con cada hijo. Cada cambio de domicilio comporta tener que preparar la maleta con las pertenencias, de ahí el título del libro. En aquel momento me emocionó. Hace un tiempo tuve la ocasión de visitar algunas personas mayores institucionalizadas y volví a tener los mismos sentimientos.
Ciertamente los avances médicos han permitido que muchas personas lleguemos a una edad avanzada con un nivel de autonomía física y mental aceptable. No obstante, a algunas de ellas, a causa de sus circunstancias personales y/o familiares, se les aconseja que pasen estos últimos años en alguna institución que vele por su bienestar en el sentido más amplio posible.
En este artículo me referiré al envejecimiento normativo o sea aquel proceso de que no se ve perturbado por procesos patológicos graves, más allá de las pérdidas propias de la edad.
Las personas institucionalizadas, principalmente mujeres, tienen que hacer un proceso de adaptación a la nueva situación: tendrán que renunciar a espacios de privacidad, aprender a formar parte de una comunidad más o menos amplia y someterse a un régimen horario diseñado más en función de las necesidades institucionales que no de las personas atendidas. Como compensación de esta renuncia recibirán una serie de atenciones con la finalidad de garantizar el confort personal.
De todas estas renuncias que citaba, y desde el punto de vista de los expertos, la más difícil puede ser tener que renunciar a la privacidad entendida como el ámbito de la vida que todo ser humano tiene derecho a proteger de cualquier intromisión por parte de los otros. El hecho de vivir en comunidad, y una residencia es una comunidad, siempre comporta el abandono de una parte de la privacidad. Todo el mundo debe poder controlar la parte de información ofrecida a los otros, además de priorizar la interacción con respecto tanto a la cantidad como a la intensidad de los contactos sociales. Poder manejar la privacidad permite un sentimiento de control, autonomía personal y refuerza la identidad. Las atenciones de las cuidadoras deberían de favorecer la autonomía personal y respetar la privacidad.
Las fronteras invisibles que limitan una persona se deben respetar a todos los niveles de actuación. A veces el personal de las residencias, a menudo mal pagado, llevado por sus deseos de limpieza y orden, invade el espacio más privado de las personas residentes.
Es frecuente que los ancianos quieran conservar objetos sin valor aparente para una persona ajena a su realidad, pero que para ellas pueden tener un significado que se escapa a los demás. Estos objetos forman parte de su privacidad o sea de aquel espacio en el que solo pueden entrar los individuos que cada uno decida. Cualquier intromisión en esta área genera malestar al anciano a causa del mal moral que le produce y lo puede vivir como una agresión a su parte más íntima.
En las visitas a las residencias es frecuente ver a los abuelos transitar ayudados de andadores donde suele colgar una bolsa. Si pudiésemos mirar su contenido encontraríamos una síntesis de la propia vida y de sus necesidades actuales: recuerdos, entretenimientos, filias y fobias. Para los mayores la bolsa es su privacidad más preciada. No llega la limpieza de la residencia; ella, la dueña de la bolsa, es la única que tiene acceso.
Iniciaba este artículo haciendo referencia al home de la maleta y lo termino haciendo apología de la bolsa de las personas ancianas y los diversos objetos que contienen.