Por: Alfred Rubio de Castarlenas (1986)
Foto: Pixabay
El espejo era un medio de ayuda más para afeitarme, como la maquinilla eléctrica, o la loción after-shave.
Pero hoy me he fijado en mis ojos. Me he mirado cómo cuando uno mira a los ojos a otra persona, poniendo en esta mirada el alma y estableciéndose con “este otro” una conversación profunda sin necesidad de palabras. Hoy, sin saber por qué, me he mirado así. He establecido conmigo mismo un diálogo profundo que me ha llegado con cierto escalofrío a la misma conciencia.
Al verme objetivado en el espejo, me he descubierto uno entre los otros, tan digno de ser apreciado, querido, como se tiene que hacer con el prójimo. Me he descubierto necesitado de mi atención. Y yo me he sentido culpable de olvidarme “de este” que tenía enfrente, de someterlo sin piedad no solo a los otros, sino más a menudo aun a mis ambiciones. He marginado casi siempre este ser con mi mismo nombre y apellidos, que esta madrugada tenía bien enfocado por la luz del lavabo.
He descubierto de repente que también tengo deberes para esta persona –que soy yo mismo, tan pisada por mis urgentes –e importantes– quehaceres… Que este hombre cansado y un poco melancólico tiene derechos para reclamarme: cura, descanso, sosiego, comprensión, afecto…
Parecía que, mudo, me lo imploraba mansamente como un perro maltratado. He descubierto, sí, que yo era soberbio y he sentido remordimientos de haber tratado con altivez este “yo-otro” reflejado en el espejo, que ha sido bastante sumiso. Ha despertado en mí todo un sector ético que mantenía en penumbras en las buhardillas. He sido demasiado Señor de mí mismo, y esto es peligroso; nos hace proclives a acabar siendo, además, señores de los otros. No. Hay que ser servidores por aprecio de los otros y también –¿por qué no? de un mismo–, ya que soy tan débil como la otra gente.
En el Viejo Testamento se nos decía que se tenía que amar a los otros como a uno mismo. En el Nuevo se colige una revolución copernicana de esta medida del amor: que uno se tiene que amar a sí mismo en la misma medida –nada más y nada menos– que se ama los otros. Porque se es, humildemente, uno como los otros.
Solo sintiéndome amado por ellos y por mí mismo es como podré ser límpida fontana de vida, dispuesto a darme sin medida hasta los que no nos quieren, ni siquiera se quieren a sí mismos. El ser humano necesita esencialmente de los otros seres humanos; si no quiere a los otros, nunca podrá llegar a ser un espécimen en plenitud. Pero si a la vez uno no se quiere con dignidad, ¿qué podrá dar a los otros, sino un ser ultrajado por uno mismo? ¿Qué testigo, qué garantía de respeto, libertad, comprensión y cura?
Pobre yo de mi espejo, ¡qué poco me he preocupado de ti! Me lo han dicho tus ojos esta mañana con una sola mirada, larga, sin ni casi reproche, pero más impresionantemente expresiva que todas las palabras.