Por Natàlia Plá Vidal
Doctora en filosofía
Salamanca, mayo 2013
Foto: http://cort.as/7REp
La fuerza de atracción de la negatividad es enorme. Como el ojo de un huracán que tira de nosotros, nos hace entrar en una espiral cada vez más rápida que nos absorbe y se nos adueña: ya no podemos guiar nuestros pasos porque es la tempestad quien nos lleva.
Conscientes de estar sumidos en un momento altamente complejo y de gran sufrimiento para muchas personas, resulta muy difícil elucidar hablar —con el tino y la delicadeza requeridos—, de cómo posicionarse, cómo encarar la situación, cómo intentar darle respuesta.
La introducción al texto de Tony Judt, Algo va mal, lleva el sugerente título «Guía para perplejos». En el análisis que el historiador hace a modo de enmarque del porqué del libro, establece cierta relación entre lo que los jóvenes de hoy expresan y lo que expresaron en su momento los protagonistas de la década de los 20; según él, no ha habido nada semejante en el entretanto.
Judt advierte que los jóvenes de hoy expresan «una asombrosa lista de ansiedades», «una honda preocupación por el mundo que va a heredar» y, acompañando estos temores, «una sensación general de frustración» proveniente de que saben que algo está mal, que hay muchas cosas que no les gustan, pero no saben ni en qué pueden creer ni qué deben hacer. Extrañan estos jóvenes el ímpetu casi arrogante, capaz de proyectar y de arrancar iniciativas. Extrañan el lenguaje y enfoque que la reflexión de Judt aporta, atreviéndose a cuestionar líneas de fondo que mal sostienen esta sociedad que está haciendo aguas por tantos lados.
Por eso, osamos plantear el soñar como una actividad crucial en tiempos de crisis. Soñar, eso sí, con lucidez, porque todo aquello que tiene que ver con la esperanza —con su generación, aliento o desarrollo—, tiene que ser tratado escrupulosamente. Y es que sobre ese eje pivota una parte fundamental de la vitalidad del ser humano, siendo que cuando se nos quiebran las esperanzas, cuesta mucho generar otras nuevas. Si, además, eso sucede repetidamente, la dificultad de regeneración aumenta progresivamente. Las esperanzas han de tener fundamento, del mismo modo que los sueños han de ser lúcidos. Es la armonía entre la intuición y la razón, es la libertad responsable y hasta corresponsable.
Porque llamar a soñar juntos puede sonar naíf, pero en realidad es un ejercicio de responsabilidad acorde a la dignidad del ser humano. Cuando la realidad pinta tan cruda, resulta imprescindible trascender muchos aspectos de esa apariencia cotidiana, no con afán de ignorarlos, sino para no perder de vista que son solo algunos de los posibles y que haríamos bien en levantar la mirada para detectar otros que sean mejores.
El sueño lúcido es una de las mejores opciones contra la desidia y hasta un acto de justicia con respecto al ser humano, dado que lo que estamos logrando articular en cuanto a sociedad, se queda muy corto con respecto a lo que debería de ser desde un profundo respeto al ser humano como tal.
Deberíamos ser capaces de detenernos y mirar el presente con toda la proyección que se intuye en sus entrañas, para tener claro adónde queremos ir, amén de advertir de adónde terminaremos si seguimos por donde vamos.
Soñar con lucidez tiene que ver con mirar, leer e interpretar la realidad con libertad y creatividad. Ver lo que es y lo que puede ser, despojados de prejuicios, liberados —aunque sea por un momento— de determinismos y tendencias condenatorias; considerando lo mejor de lo que es posible, de modo que se haga prácticamente evidente lo que es mejor, más conveniente, más acorde a la dignidad del ser humano. Soñar es un ejercicio de libertad cargado de sabiduría.
Las posturas que abogan por una desilusión realista tienen algo de mezquindad: escatiman el esfuerzo y la nobleza de espíritu que el reto de construir y articular la vida humana compartida requiere. Solo hay que concederles, en muchos casos, que si el realismo hubiera precedido al idealismo salvándolo de sus delirios, nos habríamos ahorrado muchas desilusiones. Pero el realismo no tiene por qué ser desesperanzado. Se trata de soñar en base a las posibilidades reales, no a quimeras que llevan al desánimo y el quietismo.
La relación entre sueño y realismo viene por vía del reconocimiento de la evidencia. Reconocer la evidencia es, a menudo, una cuestión de ejercitar lo que Esquirol define como una «mirada atenta» y que deriva en una ética del respeto. Cuando los sueños son lúcidos, muestran su carácter constructivo, pues respetan la realidad y la aprecian hasta tal punto que logran desarrollarla en lo que tiene de potencialidad.
Hablaba A. Rubio de Castarlenas de soñar lo real y posible, sin que ello implique en absoluto que sea de fácil realización. Hablamos de acción creativa y no de inercias continuistas. Hablamos de un realismo capaz de esperanza y no de un retrato desalmado de la realidad.
Compartir sueños es una experiencia cohesionadora de lo más gratificante. Sin embargo, hay que ser conscientes que no todos soñamos en la misma dirección. No obstante, la falta de unanimidad no puede suponer una atadura de manos para quienes estén dispuestos a trabajar por alcanzarlos.
Soñar con lucidez es un ejercicio saludable que apela a razones diligentes, en afortunada expresión de Adela Cortina; porque son estas las que hacen que se amplíe «de manera increíble el ámbito de lo posible». Este sueño compartido puede ser acicate para un trabajo, necesariamente interdisciplinar, en bien de la ciudadanía contemporánea y futura.
Así, que parafraseando el título en castellano de aquella cruda película de Pollack ubicada en la Gran Depresión de los años 30, Danzad, danzad, malditos, nos atrevemos a proponer un enfoque mucho menos sangrante para dar respuesta a esta situación de sufrimiento y perplejidad social. Sí: Soñad, soñad, benditos…