Sara Canca Repiso
Psicóloga
Fotografía: bessi (Pixabay)
Fecha de publicación: 10 de marzo de 2025
De las más de quinientas emociones que existen, encontramos las básicas, que se reconocen en todas las culturas: alegría, ira, asco, miedo, tristeza y sorpresa. No quiere decir que sean las más importantes, sino las innatas, las que nacemos con ellas. Es a partir de los dos-tres años cuando se empieza a experimentar emociones secundarias como la vergüenza o los celos, a partir de ese aprendizaje social, dentro de un contexto cultural específico.
Existe desconocimiento acerca de las emociones, existe desconocimiento acerca de cómo tratarlas, y existe una tendencia a ignorarlas. Y nos convertimos en analfabetos emocionales, tendemos a pensar que nos hacen débiles, que no sirven para nada, que no se deben mostrar, que hemos de ocultarlas.
Hace poco, escuchaba a una señora que decía: «Es que, claro, yo llorar delante de mis hijos que nunca lo he hecho me parece imposible». Y yo le decía: «¡Pero, tendrán que aprender tus hijos que tú también lloras!» Si no, vamos a tener otros adultos igual que nosotros, que no podrán llorar. Porque llorar estará mal.
A veces se habla de emociones buenas y emociones malas, pero ni todas las emociones son buenas cuando son placenteras ni todas las emociones son malas cuando son desagradables. Por ejemplo: El relax, la falta de ansiedad, puede ser desadaptativa. Ese diálogo de «Estoy tranquila». «¿Y has empezado a estudiar para mañana?». «No, aún no». Esta tranquilidad es desadaptativa.
Todas las emociones, bien gestionadas, tienen una función de adaptación, de supervivencia. Y las emociones influyen en lo que hacemos, en nuestras acciones. Por ello, es mejor tomar decisiones en estado de calma.
Puede ocurrir que, en momentos de euforia, se proyecten planes de manera impulsiva, tomando decisiones en ese estado de embriaguez, a tal punto que, pasado ese ardor, nos preguntemos cómo pude hacer ese plan si no es sintónico ni con mi forma de ser ni de pensar. Nos recuerda aquella expresión «en tiempos de tempestad, no hacer mudanza», atribuida a San Ignacio de Loyola.
La impermanencia de las emociones nos confirman que las emociones cambian y cambian a lo largo del día. Sin embargo, las decisiones que tomamos bajo esas emociones, en ocasiones, se vuelven más permanentes. Lo que se decide bajo la emoción en la cual me encuentre, permanece. Por lo tanto, es necesario entrenarnos en decidir desde la calma, para que esas emociones no manipulen mi toma de decisión.
La calma es un estado interno que manifestamos. Es serenidad, equilibrio y bienestar. La calma es tranquilidad, es paz al decidir de una forma coherente. Coherente con quien tú eres, no con la emoción que sientes en ese momento. También la calma es el hogar, es la casa, es el centro donde volver, ayudándonos a estabilizar la mente y las emociones, así como quitarle intensidad.
Cumple la función de ser un regulador emocional. Y aquí distinguimos a las personas que son capaces de auto-regularse frente a las que actúan de forma co-reguladora para volver a la calma. Esta mezcla de diferentes formas de regulaciones emocional puede provocar desavenencias en la convivencia y en la forma de gestionar los conflictos en la misma, donde el co-regulador necesita hablar sobre el tema en cuestión de una manera más inmediata y el auto-regulador pide tiempo, espacio… Todos nacemos co-reguladores, es decir, necesitamos de la otra persona para que nos enseñe y ayude a calmarnos ante una situación de miedo, de tristeza, de desolación, de euforia, de nerviosismo. Es a partir de los seis años cuando empezamos a ser capaces de auto-regularnos, gestionando nuestros propios recursos para llegar a la calma. Pero somos seres sociales, nacemos en interacción con la otra persona y no existe una auto-regulación hermética y encerrada en ella misma.
Por tanto, es importante comprender lo que la otra persona necesita en ese momento para su regulación emocional y que podamos acompañarle en la medida de nuestras posibilidades.
Recuerda. Tomar decisiones desde la calma nos permite reflexionar con claridad, evitar impulsos innecesarios y actuar de manera más alineada con nuestros valores y objetivos. La emoción es importante, pero cuando está equilibrada con la razón, nuestras elecciones tienden a ser más acertadas.