Por Raúl Segovia
Profesor de Filosofía
Girona, España, enero 2010
Foto: Oberazz
El “¿por qué?” es una pregunta sencilla y común, pero a la vez muy compleja ya que conecta con las motivaciones más profundas de nuestras acciones. En muchos casos su mala utilización puede ser causa de serios conflictos, angustias y confusiones, o por el contrario, planteada adecuadamente puede evitar gran parte de las problemáticas que habitualmente surgen entre personas, grupos, entidades o incluso pueblos y naciones. Debido a estas múltiples posibilidades de interpretación, hablar de los porqués puede ser confuso y riesgoso, por eso en este artículo sólo nos referiremos a su aplicación en el ámbito de lo cotidiano sin entrar en sus implicaciones filosóficas.
A veces algunas actitudes de nuestros seres queridos nos resultan inadecuadas, difíciles o incomprensibles, y en el peor de los casos, pueden llevarnos incluso a romper las relaciones. Cuando eso ocurre, con frecuencia nos preguntamos “¿cómo puede hacer eso?” “¡¿qué le pasa por la cabeza?!”, “¡no lo entiendo!”… por más esfuerzo que hagamos no llegamos a entenderlas.
En esos casos, habitualmente no nos detenemos a pensar qué puede haber más allá de las conductas o actitudes que no comprendemos, sino que reaccionamos impulsivamente y empezamos una “batalla”, o bien, sacamos conclusiones que no tienen nada que ver con el mensaje que nos han transmitido. Tenemos que reconocer que, en ocasiones, las respuestas a los porqués son unas de las mentiras más frecuentes que escuchamos diariamente; para evitar hablar de la situación real, que no siempre es agradable, respondemos cualquier tontería para que la otra personas deje de tocar “la cuerda floja”, pues no estamos acostumbrados o no deseamos responder sinceramente a los porqués.
La vida cotidiana está llena de equívocos a causa de porqués no explicitados o mal interpretados. Por ejemplo: una madre llega a casa después de un duro día de trabajo. Mientras prepara la cena su pequeño hijo entra en la cocina y le pide que le acompañe. La madre le dice que en ese momento no puede. El niño insiste varias veces y la madre repite su respuesta hasta que –agobiada– le ordena salir de la cocina y que la deje tranquila. Con los ojos llorosos el niño baja la cabeza y se va a su habitación. Cuando acaba de cocinar la madre sale de la cocina y encuentra en el sofá un collar hecho con macarrones de colores, junto a una nota que dice “para la mejor mama del mundo”. Rápidamente comprende la insistencia de su hijo. Emocionada, coge el collar y va a la habitación del niño. Cuando lo ve, lo abraza fuerte y le pide disculpas. El niño le explica que estuvo toda la tarde haciendo el collar para darle una sorpresa.
La madre no tenía intención de rechazar el regalo ni de desilusionar a su hijo. ¡Le encantan las sorpresas!, pero el cansancio, los nervios y su concentración en la cocina le llevaron a no prestar atención al niño cuando éste se la pedía. Seguramente con el tiempo ambos olvidarán ese momento, pero el daño –aunque momentáneo– ya está hecho.
Si nos acostumbrásemos a preguntar los porqués seguramente nos ahorraríamos bastantes disgustos y descubriríamos en los demás intenciones y afectos que tal vez nos sorprenderían. Pero no estamos acostumbrados. Vivimos en una sociedad donde la inmediatez, la impulsividad y los prejuicios están siempre latentes; una sociedad competitiva que premia la inmediatez y la contundencia en las relaciones, en la que quien “se impone” se gana el respeto de los demás. Una sociedad que no promueve la reflexión.
Estos (contra)valores nos llevan a establecer relaciones superficiales y vacías, en las que no hay espacio para las virtudes de cada uno, ni para el calor humano, ni para la humildad que habita en todas las personas.
Para revertir estos criterios la mejor alternativa que tenemos es trabajar cada uno y con los demás en la construcción de relaciones sociales más profundas, atentas a los porqués que nos movilizan. Esto implica aprender a prestar atención a los demás, escucharles, tomarnos el tiempo para comprender sus razones. De este modo nos hacemos más humanos, ayudamos a los demás en su propia construcción y madurez, y de paso, damos testimonio de que es posible vivir más allá de la impulsividad, los prejuicios y las malas interpretaciones, colaborando en la construcción de una sociedad más amable para todos.