Por Javier Bustamante Enríquez
Psicólogo y poeta
Barcelona, septiembre 2012
Foto: montse-a.blogspot_com
¡Cuántas veces pensamos y hasta nos reprochamos por aquello que nos falta para ser felices! Me falta tener tanto dinero, tal casa o coche, viajar a aquel país, economía para pagar esa deuda, tratar con aquella chica, más reconocimiento en el trabajo, perder o ganar kilos…
Nos saldría una lista interminable si nos pusiéramos a ver todo lo que nos falta para alcanzar el ideal de nosotros mismos que nos hemos forjado. Y se hace tan distante lo real de lo ideal, que la frustración y la baja estima se instalan en nuestra vida.
Ciertamente, los seres humanos somos carentes. Nacemos dependientes de otros seres que nos han dado la vida y que deben cuidar de nosotros hasta pasados muchos años. Pero ese es un estadio de nuestra vida. La carencia, la falta, la dependencia son momentos y oportunidades de aprendizaje y crecimiento. Cuando no somos capaces de asumir ese vacío originario, esa falta, con naturalidad y sabiduría, entonces nos dedicamos a llenarnos de cosas, situaciones, experiencias externas con las cuales olvidar nuestra condición.
Al final, acabamos convirtiéndonos en aquello de lo que nos vamos llenando, sin ser capaces de contemplarnos a nosotros mismos. Es necesario escuchar nuestra propia voz, pero resulta que estamos repletos de sonidos externos: voces, ideas, ruidos, opiniones, noticias, la vida de los demás… ¡Se hace casi imposible saber qué queremos o porqué nos duele o nos alegra algo!
Si, llegado un punto de nuestra andadura por la vida, somos capaces de notar que algo nos pasa, que vamos soportando cargas pesadas, que nos estorban muchas cosas para caminar, hemos llegado a un momento importante de nuestra existencia. Conviene parar, intentar escucharnos, contemplarnos. Como si fuéramos un recién llegado a nuestras vidas, un nuevo amigo, debemos mirarnos, ver qué hábitos tenemos, preguntarnos qué sentimos, en qué creemos, qué nos hace felices e infelices.
Este amistoso interrogatorio al corazón puede ayudarnos a ver que en realidad no es que nos falten cosas para ser felices. No, al contrario. Nos sobran muchas cosas para llegar a conocernos, aceptarnos, comprendernos y poder salir saciados de amor al encuentro con los demás. Heredamos muchas ideas, costumbres, prejuicios, concepciones de la realidad, la amistad, las relaciones personales, el trato hacia el resto de los seres vivos que nunca las contemplamos ni las cuestionamos. Muchas veces nos convertimos en portavoces de muerte y no de vida.
El árbol de hojas caducas es despojado de su ropaje en el otoño para poder sobrevivir al invierno y llegada la primavera abrirse de nuevo a la vida. Las personas también necesitamos dejar caer todo aquello que nos representa un lastre para seguir viviendo. Renunciar a lo que no es esencial implica exponerse, quedar desnudo como el árbol. Lo cual nos prepara para acoger la vida de manera renovada, sintiendo esos brotes de los cuales nacerán flores y frutos para compartir con los demás.
Entre la dependencia de vivir atado a lo material, a hechos del pasado (o del futuro que quizás nunca llegarán), a personas, y la independencia de creer que no necesito de nada ni de nadie, se encuentra la interdependencia. Es decir, el punto medio que me ayuda a reconocerme un ser necesitado de los demás, pero a la vez libre para decidir responsablemente y engendrar situaciones de vida a mi alrededor.
¡Me sobran tantas cosas para ser feliz! Si puedo llegar a esta clarividencia, también puedo evidenciar que nada me pertenece en cuanto a posesión. Entablo relaciones nuevas con todo aquello que “necesito” para vivir. Comenzando por las personas. No son para mí una necesidad ni una propiedad, sino compañeros y compañeras de vida con las cuales establezco vínculos de amistad desinteresada, gratuita. De igual manera con el resto de seres vivos e inertes, los cuales me despiertan cuido y respeto.