Por Leticia Soberón Mainero
Cofundadora de dontknow.net
Barcelona, mayo 2014
Foto: Creative Commons
En la sociedad globalizada del siglo xxi están resurgiendo con fuerza las identidades colectivas más locales. Vemos revitalizados el amor al terruño, el fervor para que no se pierdan las propias lenguas y las costumbres, aún más si son minoritarias, el comercio de proximidad para garantizar la vida económica de la zona… Es como si emergiera impetuosamente un reclamo para actuar local aunque sin dejar de pensar global, pues la visión planetaria está omnipresente a través de las tecnologías digitales.
En esta misma floración de amor local se multiplican las identidades colectivas que, además, tienen un proyecto político y desean un gobierno propio. No sólo Catalunya, Escocia y Quebec, quieren conformarse como estados independientes. También la Padania y Venecia dicen aspirar a separarse de una Italia gestionada desde Roma; Bruselas se plantea erigirse como ciudad-estado; los tártaros en Ucrania han expresado que quieren ser autónomos, sin unirse ni a Rusia ni al gobierno ucraniano proeuropeo… ¿Qué pasa?
Todos ellos desean una gestión propia de sus recursos; se sienten distintos de quienes les rodean; se consideran suficientemente fuertes para tener un gobierno propio, les sobran sus Estados-nación. Pero no desean perder su vínculo con las estructuras supranacionales que les fortalecen. ¡Creen en ellas! En el caso de las fuerzas identitarias nacionalistas europeas, afirman categóricamente que desean ser miembros de la Europa comunitaria.
Es como si algunos Estados-nación entraran en una fase de desintegración desde dentro, con una sociedad civil en ebullición, reencontrándose a sí misma, tironeada entre el cosmopolitismo de la aldea global y el amor a lo cercano. Los ecos de unos y otros procesos de separación se multiplican y emulan en distintos puntos del globo, a caballo de las redes sociales.
Los medios digitales están siendo usados como modos informales para recoger el sentir popular sin saltarse las posibles leyes restrictivas para realizar referéndums. Se están intentando, en muchos lugares, modos considerados democráticos para lograr objetivos de separación, con poco ánimo –de momento- de tomar las armas en la búsqueda de cotas mayores de poder. Pero el riesgo de hostilidad y violencia es alto cuando los ánimos están tan caldeados.
Las reacciones de los gobiernos de esos Estados-nación son muy diversas: desde la indiferencia hasta la acogida fría, pasando por el jugar a “no pasa nada”. Pero es que no hay nada escrito sobre cómo gestionar este desafío democrático que plantea el paradójico siglo xxi.
Y como bien dijo Felipe González sobre el caso catalán, las instituciones europeas están “horrorizadas” de que el ejemplo empiece a cundir, pero probablemente es demasiado tarde. Por eso es importante reflexionar sobre los nacionalismos. Qué dinamismos los hacen emerger y expresarse, cómo gestionarlos, qué vías de diálogo pueden abrirse.
Los procesos nacionalistas están impactando la vida política, y ello aumentará aún más durante los próximos 20 años. Obligarán a un repensamiento en la organización política europea y del contexto mundial. Lo que no puede hacerse, es ignorarlos.
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