Por Soledad Núñez de Cáceres
Colaboradora del Ámbito María Corral
Barcelona, noviembre 2008
Foto: Nasa
Durante semanas la atención del mundo estuvo centrada en el Consejo Europeo para la Investigación Nuclear (CERN) y su Gran Colisionador de Hadrones (LHC, por sus siglas en inglés), acelerador de partículas. El objetivo es crear las condiciones extremas capaces de emular a las del Bing-Bang para poder comprender el origen del universo. Se suscitaron apasionados debates en los periódicos y en infinidad de blogs de Internet, algunos con previsiones catastrofistas sobre el hecho de que crear un micro-agujero negro podría provocar el fin del mundo, absorbido -aunque se tratara de un lento proceso- por ese minúsculo “tragador” universal.
De momento los temores se posponen: el experimento tuvo que ser interrumpido nueve días después de iniciado, por una fuga de helio en el túnel del CERN. Esta institución ha anunciado ya que cuando el experimento recomience el próximo año, los físicos involucrados en el experimento tendrán acceso a los datos en tiempo real en sus ordenadores gracias a la red informática del CERN, que conecta a más de 100.000 procesadores en 140 instituciones del mundo. Impulsando el trabajo en red y las potencialidades digitales, el engranaje científico de la aldea global sigue su vertiginoso camino, cabalgando sobre una capacidad técnica sin precedentes. Muchos se preguntan si es lícito gastar las ingentes cantidades de dinero que cuestan estas instalaciones y estos experimentos, teniendo aún las cuentas pendientes del hambre en el mundo y el cambio climático. Otros alegan que los científicos intentan “jugar a Dios” experimentando con asuntos que les superan y que pueden fácilmente escapárseles de las manos.
Quien conozca de cerca algún científico auténtico -en el sentido de su enfoque vital, sea cual sea el nivel o alcance de su investigación- sabe que le son propias una espontánea capacidad de asombro, una mirada atónita ante acontecimientos que para los demás son irrelevantes, y de ahí una verdadera pasión por conocer los fenómenos naturales. La razón humana, individual y colectivamente, no se cansa de plantear preguntas, cuyas respuestas dan lugar a nuevos interrogantes. Y cada respuesta, aunque se sepa que es provisional, suscita una forma intensa de gozo y es percibida como portadora de una belleza esplendorosa.
Pero la historia de descubrimientos como la fisión nuclear ha marcado profundamente al mundo y le recuerdan que, como todo lo humano, la investigación científica supone cuestiones éticas que no se pueden ignorar. La deontología de la investigación en las diversas ciencias se plantea si es lícito todo lo que es posible investigar. El físico barcelonés Jorge Wagensberg no teme asegurar en su amplia obra de divulgación que en el experimento emergen los límites, y la evidencia de que la libertad que nos regalamos como individuos y como comunidad consiste, justamente, en la capacidad para pensar nuestros propios límites. En otras palabras, la lógica de lo verdadero y lo falso (la ciencia) ha dejado de ser independiente de la lógica de lo bueno y lo malo (la ética).
La mayoría de las personas desea que el conocimiento científico contribuya a una mayor equidad, salud y paz en las sociedades humanas. Muchos, por ello, contemplamos con zozobra algunos experimentos que incluso en la mejor de las hipótesis pueden afectar el planeta en su conjunto, aún más aquéllos que manipulan los intríngulis genéticos de las especies, incluida la humana. Uno puede dar y de hecho da un voto de confianza a los líderes de ese complejo mundo llamado “ciencia”, pero es ineludible que se les exija un exquisito respeto por cada persona humana, que se reclame el estricto cumplimiento de un código ético científico serio, y que la legislación controle los posibles excesos en los que puede caer toda forma de poder. El conocimiento científico, lo sabemos de sobra, puede llegar a ser un arma. Tranquiliza, pues, encontrar científicos capaces de reconocer con sencillez que la ciencia tiene y debe reconocer sus límites, y que lo verdadero no puede desligarse de lo bueno y de lo bello. Intuyen quizá que más allá de la pregunta científica está la metafísica: el “por qué” último de las cosas. Y que la respuesta escapa a su campo de estudio.