Por Caterine Galaz
Doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación
Barcelona, abril 2012
Foto: Monument a la Solidarity
Parc «El Rinconín» Gijón
Ante una catástrofe natural, imágenes de guerras, muertes y pobreza en diversos países del mundo… ante una infancia desprotegida, el avance del desgaste de recursos naturales, la falta de derechos humanos, las mafias, abusos y tráficos de personas… y ante un sin número de sucesos que, día a día, podemos ver en los noticiarios, emergen diversas acciones solidarias para enfrentar, concienciar, participar o actuar frente a estas problemáticas. Pero, ¿qué nos lleva a conmovernos por estos temas? ¿Por qué es tan fácil señalar que se «debe» ser solidarias y solidarios, en un mundo donde prima una cultura individualista y de auto-protección personal? ¿Cuál es el imperativo ético que nos lleva a ser personas solidarias? En definitiva, ¿por qué actuar solidariamente si los problemas no nos afectan directamente?
Cuando se habla de «solidaridad», el sentido común nos apunta a un sentimiento de cierta unidad con el resto de las personas, basado en los lazos sociales que se han establecido a través del tiempo, o también por intereses sociales, o bien, objetivos comunes.
Desde diversos puntos morales, ya diversas religiones tienen entre su ideario el «ser solidario» o caritativo con el resto de la sociedad con que la se convive, incluso, llegando a ser un imperativo de virtud para el efectivo progreso de la humanidad en general. Así, la idea tradicional de «solidaridad» alude a la supuesta existencia de «algo» dentro de cada persona, una especie de esencia en torno a la humanidad compartida, que resuena ante la presencia de otros sujetos. Ese algo interno, movería a que emergieran los comportamientos solidarios. Sin embargo, si las personas no son creyentes y no comparten una forma de entender del mundo desde una visión religiosa, ¿qué les puede mover a ser solidarias?
Algunos teóricos sociales han desarrollado fundamentos para justificar la solidaridad sin una creencia religiosa como contexto. Ya el planteamiento platónico y kantiano fundamentó en su momento la moralidad en la racionalidad humana. En tanto, el sociólogo Emile Durkheim partía del supuesto que existe una primacía de la sociedad sobre el individuo –al estar éste constituido desde su nacimiento por relaciones sociales– y que, por tanto, las formas de relaciones cotidianas entre las personas pueden explicarse por los diversos tipos y grados de solidaridad existentes entre ellas.
El sociólogo diferenció la solidaridad mecánica –aquella referida a la conexión básica e interna a nivel grupal, construida a partir de las semejanzas entre sí y con más posibilidades de acuerdo que de diferenciación– y la solidaridad orgánica que, según el autor, emerge como fruto de la recurrencia de conflictos: ante las dificultades entre individuos la sociedad fija una fuerza externa normativa, basada en la conciencia colectiva, para poner límites a esos conflictos y generar un bien común. Esta conciencia colectiva resumiría un conjunto de creencias de una mayoría de la comunidad.
Por su parte, desde un punto de vista pragmático, el filósofo norteamericano, Richard Rorty podría plantear que sólo la metafísica y las religiones pueden responder al por qué de la solidaridad ya que racionalmente no pueden darse respuestas completamente satisfactorias a esa pregunta.
A su juicio, no se trata de buscar una esencia en las características de la humanidad para comprender la acción solidaria, sino más bien, comprender las diferencias –raza, clase, sexo, religión, edad, entre otras– sin renunciar al «nosotr@s» que inevitablemente contiene a la individualidad.
De esta manera, Rorty se opone a la visión de que existe algo esencial dentro de las personas que les incite a actuar solidariamente. Para el autor, cada sujeto está constituido, inevitablemente, desde lo social y, por tanto, se traduce en una permanente intersubjetividad, pero contingente. Y ante este reconocimiento básico, emergería el deseo de alcanzar el mayor acuerdo intersubjetivo posible… que vendría a ser la solidaridad.
Asimismo, Rorty afirma la contingencia de las personas, vinculadas a sus circunstancias históricas y contextuales, las que dependerán de acuerdos transitorios acerca de qué actitudes y comportamientos son normales a esa comunidad y qué prácticas son justas o injustas a ese grupo. Por tanto, el individuo es una contingencia histórica y, en consecuencia, la idea de «solidaridad», también.
Rorty piensa que para un progreso moral es más útil pensar desde una moral etnocéntrica, pragmática y sentimental, antes que desde una moral universalista, abstracta y racionalista. A su juicio los términos abstractos como «humanidad» han ayudado a una cierta concienciación de la vinculación social, pero que terminan siendo conceptos muy artificiales y lejanos a la cotidianidad de las personas.
De esta manera, plantea buscar el sentido de la «solidaridad», partiendo de la contingencia donde estamos y buscando, incesantemente, las similitudes entre un «ell@s» y un «nosotr@s». De esta manera, según el autor, lo que termina apareciendo es la obligación de hacer decrecer la crueldad y de que las personas «sentimos» similar ante la susceptibilidad del «sufrimiento». Esta tarea de inclusión de «ell@s» en «nosotr@s» terminaría siendo más emocional que racional. «Lo que hemos ganado recientemente en solidaridad, ¿nos ha costado nuestra capacidad de escuchar a los foráneos que sufren?», destaca.
Así, Rorty nos muestra que en épocas donde emergen actuaciones de verdadero canibalismo social como lo fue el campo de concentración nazi, Auschwitz: «¿Qué otra cosa puede ser, si no la solidaridad, nuestro reconocimiento de una humanidad que nos es común?».