Por Leticia Soberón Mainero
Psicóloga
Roma, enero 2012
Foto: J. Palacios
Enero de 2012. Las piezas del rompecabezas mundial en la primera década del siglo XXI se están reacomodando de manera muy distinta a como estuvieron organizadas durante la segunda mitad del XX. Los polos de desarrollo se han desplazado ya hacia China y otros colosos de oriente, y también a los países llamados emergentes situados en el sureste. Las voces de Europa e incluso la de los Estados Unidos empiezan a ser ya más débiles en el coro planetario, aunque conserven aún por inercia parte del control en una cota importante de mercado. La crisis económica ha dejado al descubierto en toda su crudeza el enorme poder de algunas entidades financieras de alcance global, que definen la agenda política hasta en los países más desarrollados. Ha quedado de manifiesto la ineficacia de las soluciones que hasta hoy habíamos aplicado para resolver las situaciones difíciles y el modelo de equilibrios sociales del siglo pasado ya no funciona.
Por otra parte, están surgiendo nuevas clases medias en las jóvenes sociedades de India, Rusia, Brasil y otros países latinoamericanos y africanos, así como algunos de la zona mediterránea. Son amplias franjas sociales de personas con formación escolar y universitaria, una creciente capacidad adquisitiva y sobre todo una mayor visión global, acentuada por el uso de Internet, dispositivos móviles y redes sociales. Sufren directamente la incertidumbre y se dan cuenta de que la gestión interesada de esta crisis ha permitido amasar fortunas a unos cuantos privilegiados, todo lo cual ha desembocado en las protestas de «indignados» que hacen sentir sus reclamaciones.
Este panorama expresa, quizá con rasgos algo simplificados, la recurrente pugna entre el ansia humana de libertad y la prepotencia sedienta de dominio social. Por una parte están los dinamismos nuevos de una ciudadanía que ha dejado de ser masa, cuyas luces notamos en la primavera árabe y que aún suscitan esperanzas; en las nuevas formas de inteligencia y solidaridad compartida y vinculada a través de Internet; en la colaboración y la cultura del software libre; en el surgimiento de movimientos de protesta, más o menos organizados, que se replican en las plazas de los países anhelando cambios en un sistema sin futuro; en los avances de la participación femenina corresponsable en grandes zonas del planeta. La conectividad y las redes sociales aún no dan lo mejor de sí, pero son muy prometedoras como espacios de debate y construcción de conocimiento.
En el otro platillo de la balanza están los mecanismos de control que los diversos núcleos de poder aplican para mantener y ampliar sus áreas de influencia. Un método primitivo es el uso de la fuerza para sofocar la disidencia interna; otro, el conocido «pan y circo» que aplicaron en su tiempo los romanos: embotar a las personas de todas las edades, satisfechas sus necesidades básicas, con horas de entretenimiento vacuo que, lejos de reparar sus fuerzas, les absorbe las mejores energías. Otro sistema de control, menos evidente pero igualmente eficaz, se detecta en la permisividad mundial hacia el enorme flujo de drogas duras y blandas perfectamente accesibles y a precios populares en casi todos los países. Se adormece así la posible lucidez individual en todas las clases sociales, también las dirigentes. Uno más, de gran alcance, es el control que puede ser ejercido en y a través del ciberespacio para evitar la difusión de ideas contrarias a los regímenes de turno, o invadiendo la privacidad para estimular el consumo particularizado. El dominio financiero de alto nivel es quizá hoy el más inalcanzable y potente de todos, y nada fácil de neutralizar.
¿Qué hacer? Justamente eso es lo que no hemos descubierto. Para encontrar pistas me atrevo a proponer una fórmula que no será fácil pero sí es posible: impulsar los debates sociales en torno a los temas que atenazan a la aldea global de este siglo para proponer o crear, de manera grupal y colectiva, soluciones creativas. Hay que responder con consensos a los desafíos ecológicos, económicos, sociales, culturales y políticos a los que nos enfrentamos hoy. Hay que lanzar adelante la democracia para que no se muera. Y para ello es necesario que la sociedad se libere del letargo que la paraliza, romper también el individualismo y animar un verdadero diálogo que ponga en movimiento las potencialidades y conocimientos dispersos. Un esfuerzo necesario y quizá indispensable si queremos una vida digna para toda persona en el planeta Tierra del siglo XXI.