Por Laura Muñoz Olivares
Psicóloga
Sevilla, julio 2012
Foto: Creative Commons
En el año 1951, el psicólogo social Solomon Asch llevó a cabo un experimento acerca de cómo nuestro modo de actuar y nuestras opiniones podían verse influidos por la opinión de la mayoría. En dicho experimento se les mostraba una serie de tarjetas a un grupo de participantes en las cuales aparecían una linea vertical seguida de otras tres líneas de distintas longitudes. Una de las líneas era idéntica a la primera y los participantes debían indicar cuál. Las otras dos líneas eran claramente de distinta longitud. La particularidad del ejercicio consistía en que, previamente, se había dado instrucciones a casi todos los participantes para que diesen respuestas erróneas. Sólo uno de los participantes, el cuál además era el último en responder, desconocía estas instrucciones. De este modo, aunque la respuesta correcta fuera la línea número 2, todos los participantes que ya estaban prevenidos respondían sin dudar que era la número 1 hasta llegar el turno de respuesta del único verdadero participante en el experimento, y así sucesivamente con todas las tarjetas.
El investigador se sorprendió al comprobar que el 33% de estos participantes se dejaba llevar por el grupo, respondiendo lo mismo que hubieran dicho los demás aunque sus contestaciones fueran claramente equivocadas. Cuando al finalizar la prueba se les explicaba el verdadero fin de la misma y se les preguntaba acerca de los motivos por los que habían emitido sus respuestas, todos ellos reconocían haber respondido lo mismo que los demás por miedo a no encajar o por dudar de ellos mismos. De no ser por la influencia del resto del grupo, hubieran respondido correctamente.
Lo increíble del experimento de Asch es que no existía ninguna figura de autoridad que les incitase a responder de forma errónea, ni tampoco se emitían comentarios negativos respecto a las respuestas. El participante era totalmente libre de responder conforme a su juicio y a pesar de ello un tercio de las personas que participaban en la prueba preferían equivocarse deliberadamente antes que dar una respuesta diferente a la del resto del grupo.
¿Acaso es suficiente que la opinión de la mayoría difiera de la nuestra para hacernos cambiar de opinión? Si esto es así, ¿hasta qué punto podemos estar seguros de que nuestra opinión es verdaderamente “nuestra”?
Muchos investigadores han estudiado el conformismo en el siglo pasado, buscando posibles razones por las que a menudo resultamos fácilmente influenciables por la mayoría, siendo dos las explicaciones más extendidas. La primera de ellas es que la gente se conforma por el deseo de ser aceptado. Uno de los investigadores que apoyó esta explicación, incluso antes de que se llevase a cabo el experimento anterior, fue Henry T. Moore, en 1921. De acuerdo con su teoría, la conformidad a menudo es recompensada en la vida cotidiana, mientras que la disconformidad frecuentemente es castigada. Resulta obvio que es socialmente más ventajoso adaptarse a la opinión de la mayoría, el no hacerlo conlleva probablemente más esfuerzo y puede acarrear consecuencias negativas (rechazo social, incomprensión, etc).
Una segunda explicación para la conformidad es que los seres humanos queremos opinar y decir lo correcto, y el mero hecho de que muchas personas opinen algo es razón para creer que están en lo cierto, en especial si la persona no está muy segura de sus conocimientos o de si se trata de alguien inseguro.
Muchos de los participantes en el experimento de Asch, por ejemplo, dijeron que dudaban de su mala vista. La diferencia entre las dos explicaciones reside en que, mientras que en la primera la persona modifica su conducta para encajar en el grupo, pero no así su manera de pensar, en el segundo caso la persona modifica también sus opiniones, aceptando e interiorizando la opinión de la mayoría.
Pero, ¿realmente resulta tan negativo para la persona opinar de manera diferente? ¿en qué se diferencian aquellos que se mantuvieron firmes en sus respuestas de los que se amoldaron a la opinión de la mayoría? ¿qué consecuencias tienen el ser conformista o inconformista?
En la década de los 70, otro psicólogo social, Serge Moscovici, puso el foco de atención en el inconformismo y el poder de las minorías. Según Moscovici, la minorías también generan una influencia social, aunque de manera diferente a como lo hacen las mayorías. Mientras que las mayorías a menudo basan su poder de influencia en la necesidad del individuo por adaptarse al grupo y ser valorado positivamente, las minorías basan su influencia en el interés del individuo por comprender los distintos puntos de vista y optar por la decisión más correcta.
Por ello, para que una minoría de “inconformistas” produzca un cambio de las opiniones de otros, ha de mantenerse consistente y comprometida a lo largo del tiempo: “Toda minoría que provoca una auténtica innovación debe lanzarse y continuar durante un cierto tiempo, sin que de ello resulte para ella ventaja alguna en el plano del poder, del status, de los recursos o de la competencia”. En efecto, a corto plazo mostrarse en desacuerdo con la mayoría puede resultar poco ventajoso socialmente, por ello aquellos que defienden una manera de pensar o de actuar diferente a la establecida han de ser constantes, de acuerdo con Moscovici, si quieren que finalmente sus opiniones generen un cambio. El mismo autor, señala como ejemplo los esfuerzos del movimiento ecologista o del movimiento feminista en las últimas décadas: “Cuando las minorías no tienen ningún impacto, se comprueba, después de un lapso de tiempo, que de hecho han marcado el modo de pensamiento y la sensibilidad de una sociedad determinada”.
Por lo tanto, aunque el grupo como tal influya en cada uno de los individuos que lo conforman, no debemos olvidar la capacidad de cada uno de esos mismos individuos para influir sobre dicho grupo. Todos somos capaces de generar un cambio.