Por Olga Cubides Martínez
Periodista
Barcelona, diciembre 2013
Foto: Creative Commons
Son las siete de la mañana del día seis de enero. La luz de las bombillas de la calle se filtra por las ventanas pero adentro aún no se ve nada. Edu, a quien le ha costado conciliar el sueño, después de una larga tarde de cabalgata y de una enorme taza de chocolate con melindros, se despierta. Sobresaltado, nervioso, un poco ansioso, recuerda que sus padres le han dicho que si abre los ojos antes de tiempo, los Reyes Magos no le dejarán nada. No tiene ni idea de la hora ni de si ya habrán entrado a casa sus majestades Melchor, Gaspar y Baltasar acompañados de los camellos, para quienes ha dejado perfectamente dispuestos tres vasos con leche y tres copas con agua.
Al final, Edu, después de unos minutos interminables, se decide a recorrer el largo pasillo que separa su habitación del salón, lugar tradicionalmente elegido por los reyes de oriente para dejar los regalos.
Él ha hecho todo lo posible por portarse bien, ser obediente, hacer los deberes de la escuela, ser respetuoso y ayudar en casa. Ahora solo falta que los reyes cumplan su parte del trato.
De puntitas llega finalmente al salón. ¡El pasillo se ha hecho eterno! Con sumo cuidado abre la luz y sus ojos casi se desorbitan al ver una montaña de regalos de todos los colores y formas.
De manera compulsiva, desenfrenada y nerviosa empieza a romper el papel de regalo de las decenas de objetos que los bondadosos reyes le han dejado. La excitación le impide fijar la atención en una sola cosa. Primero un juego de mesa, después un patinete, un monopatín, un lego de star wars, un castillo de clics…
Queda exhausto pero no saciado, y con cara de asombro y cierta desilusión, pregunta a sus padres, que desde una esquina de la habitación captan con una cámara cada uno de sus movimientos y gestos: «¿Esto es todo. Los Reyes Magos no me han traído nada más?».
Y arranca en un llanto inconsolable y poco después en una gran pataleta, ante el asombro de sus padres –unos reyes magos desilusionados y desencantados por no poder, a pesar de todo, satisfacer y hacer feliz a su único hijo–. Edu, rodeado de juguetes y papeles arrugados, pero con un gran sentimiento de soledad, muestra el desencanto del consumo excesivo y desenfrenado.
Escenas como ésta de la indigestión consumista no son nada infrecuentes durante estos días tan propicios para el consumo. El modelo de sociedad en el que vivimos está diseñado sobre los pilares del consumo. La sociedad capitalista necesita personas que compren para poder sostener la cadena de producción-consumo. De hecho, a los ciudadanos no pocas veces se nos tilda de consumidores.
Una imagen más de este consumo acrítico es la compra desaforada de tecnologías: niños de muy corta edad portadores de Smartphone de última generación como extensión de su cuerpo y que, mientras, quizá se pierden oportunidades de contemplar, de observar o incluso de criticar la realidad que los rodea.
Vivir por encima de las posibilidades y consumir sin freno suele dejar más vacío que alegría y más tristeza que satisfacción.
Algunas claves para un consumo responsable
Ante la avalancha de mensajes y de imágenes que nos invitan a comprar, especialmente con las nuevas generaciones es necesario recuperar el sentido y el valor del detalle, la enorme fuerza de las pequeñas cosas y el sentido de aquello que no tiene valor mercantil.
Es necesario preguntarse tres veces si aquello que vamos a comprar realmente lo necesitamos, o si nuestros hijos o los destinatarios del regalo lo necesitan. Quizá muchas veces podemos cambiar objetos por momentos compartidos, por experiencias de amistad, por escucha atenta, por tiempo de calidad o por aprendizajes significativos para nuestros hijos.
Los adultos, principales responsables de qué consumen y cómo consumen las nuevas generaciones, deberíamos reelaborar una pedagogía del consumo, que apunte hacia la sencillez, la austeridad, más si cabe cuando nos planteamos realidades que, puestos a pensar, además de injustas son inaceptables: en Cataluña, según el Defensor del Pueblo, el 28% de los niños se encuentran dentro de parámetros de pobreza y en todo el mundo, según UNICEF, la desnutrición crónica afecta a uno de cada tres menores de cinco años.
Por favor, no nos dejemos perder por el consumo. Hay cientos de alternativas: reutilizar, recuperar, crear, compartir, reciclar… Permitamos que nuestra imaginación haga frente al consumo sin sentido.