Por Ramón Santacana
Profesor de ciencias económicas y empresariales
Taiwan, febrero 2014
Foto: Creative Commons
Estamos asistiendo a la tercera revolución tecnológica de los últimos doscientos años. El vapor y posteriormente la electricidad posibilitaron la sustitución de la fuerza del trabajo animal por las fuentes de energía fósil. Lejos quedan las escenas de caballos u otros animales en las labores del campo, en el transporte, en actividades militares, etc.
La electrificación facilitó la mecanización de procesos productivos y la urbanización. Los campos se despoblaron y la población se concentró alrededor de las nuevas fábricas. Esas masas obreras, una nueva clase social, se convirtieron más tarde en productoras y a su vez en consumidoras. En efecto, con las nuevas tecnologías, pronto llegaron productos y servicios innovadores, pero tan caros que casi nadie podía adquirirlos. La producción masiva, que también la tecnología posibilitaba, reducía el coste de cada unidad producida haciendo asequibles estos productos para la mayoría de la población. Las masas obreras, por imperativo de la estructura de costes, pronto se convirtieron también en masas consumidoras, y la clase media pasó a ser el grupo social más preponderante y emprendedor.
Dicho así, podría parecer un cuento con final feliz. Una especie de ley natural, un determinismo de mercado provocó que los sistemas comunistas, al no respetar las leyes económicas y de mercado, desaparecieran, quedando borrados de la historia.
Lo que no podemos olvidar es que cada una de estas transiciones, generó muchas tensiones, sufrimiento e injusticias. No debe extrañarnos que con cada fase de innovación tecnológica surgieran grupos que vivían esas irrupciones como algo destructivo, antinatural y amenazante. Algunos grupos consideraban que era necesario acabar con la nueva tecnología para preservar el orden social. Se provocaba por ello el descarrilamiento de trenes, o por ejemplo, el sabotaje de maquinaria textil al considerarla culpable de la disminución de los puestos de trabajo.
La actual tercera revolución tecnológica, impulsada por el proceso de almacenamiento masivo de datos y de su transmisión, es decir, la llamada tecnología de la información y de la comunicación, está provocando también tensiones, desequilibrios sociales e injusticias que afectan a gran parte de la población.
Con la robotización, las masas obreras ya no son necesarias para producir. Las fábricas automatizadas necesitan tan sólo de unos pocos informáticos y técnicos mecánicos. El cambio ya ha llegado. Por ejemplo, Foxconn, una empresa con cientos de miles de empleados y que produce en China los iPhones de Apple, tiene previsto abrir su primera planta completamente automatizada en esta década. Así pues, el empleo lentamente desaparece y la clase media se precariza.
El estado del bienestar, un sistema que trata de defender a esa clase media con la ayuda de subsidios de desempleo, pensiones y otros servicios sociales como sanidad y educación, carga sobre los estados todo el peso de una estructura económica que poco a poco se desvincula de las necesidades sociales. Por ello los estados se endeudan con corporaciones financieras que cada vez son más poderosas.
¿Pero a quién sirven estas corporaciones?
En un mundo en el cual, según un reciente informe de la ONG Oxfam, las 85 fortunas más grandes del planeta poseen tanto como la mitad más pobre de su población, quizás no se conozca muy bien quienes están detrás de esas fortunas, pero lo que sí se sabe es quién resulta perjudicado: la mitad de la población mundial… por lo menos. Ha llegado la hora de pensar en soluciones.
Escribiendo estas líneas, me llegaban noticias del la cumbre económica de Davos (Davos World Economic Forum 2014), celebrada en Enero de 2014 en esa localidad suiza y que contó con la asistencia de gran parte de las élites mundiales. Resultó asombroso comprobar la preocupación existente por la pérdida de empleos ocasionada por la tecnología. En dicho foro uno de los representante de la empresa Google llegó a decir que el problema del empleo será uno de los que marcará los próximos diez o veinte años («The jobs problem will be the defining one of the next ten to twenty years»). El crecimiento económico que se vislumbra en Davos, no supone sin embargo un aumento del empleo. Vivimos en un sistema económico que incrementa de modo estructural la desigualdad, condenando a millones de personas a la exclusión, aunque no sepamos muy bien qué se esconde detrás de esa palabra. El Papa Francisco, una de las voces que se están alzando actualmente en defensa de estos excluidos, mandó a un enviado de la Santa Sede para recalcar que ha llegado el momento de buscar soluciones, e hizo un llamamiento para que la riqueza sirva a la humanidad, y no para que la gobierne. «Debemos buscar soluciones –añadió- que vayan más allá de la mentalidad del estado del bienestar».
Me gustaría que entre todos, iniciáramos como un proceso creativo, un tiempo para la imaginación, para un cambio de mentalidad y actitud que nos ayude a vislumbrar una salida. Creo en la capacidad humana de superar cualquier situación por desesperada que ésta sea. Y a la vez estoy seguro de que no estamos solos en este esfuerzo. Quisiera que este artículo sirviera de catalizador de un debate que tuviera como principal objetivo la exploración de posibles soluciones. Les invito a utilizar el sistema interactivo de la página web del Ámbito para que puedan hacer sus aportaciones. Las soluciones no las tiene nadie en concreto, pero del diálogo constructivo y respetuoso podemos abrir sin duda una ventana hacia la luz y la esperanza.