Por Esther Borrego Linares
Trabajadora social
Barcelona, octubre 2015
Foto: Creative Commons
Una pequeña anécdota, que en su momento dejé escapar sin pensarlo, después me ha obligado a parar y reflexionar, quizás porqué no es tan puntual como me pareció entonces y seguramente porque se da en muchos otros ambientes.
Fue uno de los primeros días en el nuevo trabajo, era por la noche y estábamos en la salita donde servimos algo caliente a las personas que vienen a dormir en el recinto para no pasar la noche en la calle; así tenemos un tiempo para poder charlar cuando llegan y vamos creando confianza. Entonces llegó un señor que viene cada noche y que tiene un carácter muy especial. Tiene su ritual –bien, como todos–: normalmente llega, saluda y pide un caldo caliente rebajado con agua porque, si no, lo encuentra demasiado salado. Aquel día estaba esperando su caldo que se calentaba en el microondas.
Yo pasé por ahí y le dije: «¡Hola! Qué, ¿esperando tu caldo?» Reconozco que no fui muy creativa ni estuve muy acertada. Su respuesta fue poco agradable, más bien podríamos decir que bastante impertinente.
Primero pensé que era mejor no darle importancia, pero enseguida rectifiqué, creyendo que era mejor decir alguna cosa, así que intenté explicarle, primero, que él tenía razón: mi intervención había sido un poco absurda, pero que yo solo quería ser amable, porque la vida es mucho más sencilla si intentamos serlo. Ahí quedó la conversación y es necesario decir que, después, él se acercó en un tono más afable a dar las buenas noches.
En este hecho bastante irrelevante, días después he encontrado mucha más importancia que la que antes le di, porque, ¿cuántas veces no son esas pequeñas «impertinencias» las que nos hacen el día más pesado? ¿No acabamos teniendo alguna respuesta de este estilo sin apenas darnos cuenta? ¿Nos estamos acostumbrando a «maltratarnos» verbalmente, sin querer hacerlo?
Porque, si, ciertamente creemos que vivir y movernos por el mundo de una manera cordial, entendiendo que significa hacerlo desde el corazón, con la capacidad de aceptar al otro como es, de desearle el bien, sin que esto quiera decir que debamos establecer ninguna relación personal, es lo mejor. Ser cordial y afable facilita la convivencia; no serlo nos crea dificultades y nos estropea el día. Una persona amable es abierta, receptiva…, y nos es mucho más sencillo hablar o trabajar con ella.
Pero ¿cuántas veces la manera habitual de tratarnos no es cordial, sino que deja ver nuestras intolerancias y carencias, de las cuales hacemos tan fácilmente responsables a los otros?
Quizás si este hecho no hubiera pasado allí donde sucedió, mi intolerancia se habría manifestado, pero, por suerte, pude reaccionar y, además, pensar en ello un poco para poder evitar que en otras ocasiones mi trato sea poco cordial, es decir, salga de mi impulsividad y no del corazón, que es el que nos hace capaces de amar y de ponernos en el lugar del otro.